Karlos ZURUTUZA
GUERRA EN EL CÁUCASO SUR

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE SUSHI

Armenios y azeríes se disputan la ciudad que puede precipitar el final de la guerra de Nagorno Karabaj. Mientras tanto, los civiles corren por su vida.

Aprimera vista no hay más que cráteres y escombro en Sushi, todo bajo una cortina de humo que se eleva desde un bosque cercano. Dicen que el incendio lo provocó un bombardeo con fósforo el pasado viernes. Las imágenes de vídeo tomadas en el momento apuntan en esa dirección.

El pasado 27 de septiembre, Bakú inició una ofensiva con la que pretende cerrar para siempre el conflicto más longevo de la antigua Unión Soviética. El colapso de esta última provoco una cadena de conflictos étnicos, desde Moldavia hasta Tayikistán; desde entonces, Nagorno Karabaj se muestra como una anomalía cartográfica, un enclave montañoso mayoritariamente armenio en suelo azerí. Así estalló una guerra –a principios de los noventa– que ganaron los armenios, y que provocó el desplazamiento forzoso de más de medio millón de azeríes. Tres décadas más tarde, estos últimos parecen decididos a volver, quedarse y, por supuesto, expulsar a los antiguos vencedores. Y Sushi -«Susha» para los azeríes- es clave en esta guerra: desde aquí se puede bombardear Stepanakert, la capital del enclave, y también cortar la carretera que lo comunica con Armenia. Es el auténtico «cordón umbilical» del que depende Karabaj.

Seguimos buscando vida en Sushi cuando, de repente, una mujer se asoma a un balcón de un edificio aparentemente en ruinas. Está a punto de irse, la acaban de llamar para evacuarla, pero nos invita a subir y a tomar un café. Hay tiempo.

«Este es el apartamento de mi hermano. Yo tenía una granja y una casa muy hermosas, pero las bombas las acabaron destruyendo», dice la armenia, en una conversación constantemente interrumpida por el teléfono. Su familia la espera en Ereván, pero Zoya no quiere irse: el menor de sus tres hijos está en el frente y podría no volver a verle nunca más. Tiene razón: ¿cómo puede hacer frente la infantería armenia a una lluvia de fuego gestionada por drones de factura israelí o turca? Esas son las reglas del juego desde hace ya más de un mes.

Desde el balcón del hermano de Zoya se divisa Stepanakert en el valle y la histórica iglesia de Ghazanchetsots de Sushi. Fue bombardeada el pasado 7 de octubre y Zoya dice que la mayoría de la gente se fue ya entonces. Afortunadamente, no quedaban ya niños en Sushi cuando las bombas golpearon la escuela pocos días más tarde, ni tampoco había nadie en el centro cultural bombardeado el pasado jueves. Hemos visto esas hileras de butacas rojas. Hoy están cubiertas de polvo y se alinean bajo un techo abierto en canal.

La excusa de los azeríes para bombardear hospitales (el último fue la maternidad de Stepanakert, igualmente el pasado jueves), centros comerciales y otros objetivos civiles es que su rival levanta objetivos militares junto a ellos. Tras un recorrido exhaustivo por las zonas más afectadas, no hemos visto nada parecido.

Pogromos, guerras, pogromos...

«Es un genocidio, eso es todo», dice Zoya, antes de recapitular sobre la historia que la arrastró a este rincón del Cáucaso. Tenía 28 años cuando llegó desde Bakú en 1988, el año en el que los armenios de Sumgayit (una ciudad azerí limítrofe con Bakú) sufrieron un pogromo que, dicen los historiadores, fue la chispa que encendió la guerra de los 90. La crueldad infligida sobre los armenios del Caspio fue de tal magnitud que muchos tuvieron que ser protegidos por soldados rusos en el puerto de Bakú antes de ser evacuados en ferris hasta Turkmenistán y volar desde ahí a Ereván.

Zoya recuerda que ella llegó a Armenia el 6 de diciembre de 1988, justo la víspera de aquel terremoto que se saldó con la vida de decenas de miles de armenios. Aquí llegó aún en estado de shock tras una huida precipitada atravesando una tierra que, literalmente, se sacudía bajo sus pies. En Sushi había donde quedarse porque los azeríes, la mayoría entonces en la ciudad, corrió también por su vida, pero en dirección contraria, claro. Los intercambios de población se han encadenado dolorosamente durante las últimas tres décadas entre ambas repúblicas exsoviéticas y, tras siglos de convivencia pacífica, resulta casi imposible encontrar azeríes en Armenia o armenios en Azerbaiyán.

Nagorny significa «montañoso» en ruso y Karabaj es un topónimo turco-persa que se traduce como «jardín negro», probablemente por la fertilidad de estas tierras. Data del siglo XIV, cuando empezó a sustituir al «Artsaj», mucho más antiguo, pero hoy recuperado por los armenios. Tras el colapso de la URSS, su censo ha sido siempre un «secreto de Estado» pero se estimaba en unos 150.000 armenios y 40.000 azeríes. Se cree que más de la mitad de los primeros han abandonado ya el territorio; los segundos hace mucho que desaparecieron.

La guerra continúa entre treguas que apenas duran unas horas, o ni siquiera eso. Se habla de «cientos» de civiles muertos, pero son cifras que bailan al son de la propaganda. En cualquier caso, son demasiados y en ambas partes, dado que Armenia también ha golpeado en zonas residenciales de Ganja (segunda ciudad de Azerbayán) o localidades limítrofes al enclave como Barda, donde el pasado miércoles murieron 14 civiles según fuentes azeríes.

En Sushi aguanta Zoya en su balcón, pero también hay gente en los sótanos como Karlen, un taxista que ya no recuerda cuando dio su última carrera. O Egir, quién pronuncia «victoria final» varias veces durante la conversación pero sin demasiado convencimiento. Karina, que acaba de recibir una bolsa de pan de los soldados, dice que quedarán «unos cincuenta» residentes en total.

Los ministros de Exteriores armenio y azerí se reunieron el viernes pasado en Ginebra y, si bien ambas partes se comprometían a evitar objetivos civiles, el encuentro no hizo sino certificar lo que diversos analistas dan ya por hecho: mientras Armenia espera un alto el fuego, Azerbaiyán solo busca la victoria. Va ganando la mano en una partida en la que le respalda una Turquía hoy embarcada en una agresiva política exterior que golpea desde Libia hasta este rincón del Cáucaso, pasando por Siria.

Tras pedir ayuda a Putin, Nikol Pashinian, primer ministro armenio, recibía la respuesta del Kremlin ayer mismo: se proporcionará la «asistencia necesaria» si los combates entre las fuerzas armenias y azerbaiyanas en Karabaj se extienden al territorio armenio. Parece que el enclave queda más lejos que nunca del mapa.

En Stepanakert suena la alarma de bombardeo por tercera vez en lo que va del día.

En un sótano de la capital, Edik, un armenio de 71 años, admite abiertamente sentir nostalgia por la URSS, «como todos los de mi generación». También recuerda los tiempos en los que convivían con sus vecinos azeríes.

«Había muy buena relación entre nosotros, yo tenía muchos amigos entre ellos pero, por alguna razón, todo aquello se rompió. No le sabría explicar ni quién fue el responsable ni cuándo sucedió», dice este antiguo camionero que lleva varios días sin subir a la calle. En otro sótano a escasos doscientos metros de allí, Artak Beglaryan, Defensor del Pueblo de Karabaj, maneja conceptos tan complejos como los de «guerra asimétrica» o «catástrofe humanitaria».

«Tienen el control del aire que les da su tecnología y el apoyo de Erdogan (presidente turco). La Comunidad Internacional también tiene mecanismos para parar todo esto, pero no hace nada», dice este karabají de 32 años al que una mina terrestre dejó ciego a los seis. La guerra no solo parece no tener fin, sino que cada vez cuesta más recordar cuándo empezó.