Dabid LAZKANOITURBURU
DIEZ AñOS DEL DERROCAMIENTO DE BEN ALI EN TÚNEZ

Una revolución política que se olvidó de la economía

El único experimento no truncado de las llamadas primaveras árabes no solo derrocó al autócrata Ben Ali, sino que posibilitó cambios inéditos en el escenario político regional. Pero el olvido de las reclamaciones de justicia social y de lucha contra la corrupción y el clientelismo, en el origen de la revuelta, amenaza con frenar esos innegables avances.

Hace una década, el presidente de Túnez, Zine el Abidine ben Ali, huía a Arabia Saudí tras 34 años en el poder. Avezado en el arte del engaño y la traición –en 1987, y siendo su primer ministro, mandó a casa al presidente y padre de la independencia, Habib Bourguiba, tras declararle «mentalmente incapaz»–, Ben Ali no pudo eludir el destino que le deparó la revolución que estalló tras la inmolación un mes antes del joven Mohamed Buazizi, quien denunció quemándose vivo la corrupción y el desprecio policial que le impedía llevar algo de dinero a casa vendiendo fruta y verdura en un puesto ambulante.

Acosado por un grito unánime, ¡Dégage! (traducible del francés como ¡Fuera!), el usurpador se aferró al poder amenazando primero con reprimir unas protestas promovidas por «mercenarios» y luego cesando a varios gobernadores, anunciando reformas y, en un último y desesperado intento, disolviendo el Ejecutivo y prometiendo elecciones en seis meses el mismo 14 de enero en que acabó buscando refugio en la isla de Yeda, donde moriría en 2019. El clan de su mujer, los Trabelsi, sigue allí, impune.

Ben Ali mantuvo intacto el modelo políticamente inmovilista, represor de la oposición –la islamofobia occidental tras el 11S le vino al pelo– y económicamente corrupto de su antecesor, pero lo hizo sin contar con la autoritas histórica de Burguiba. Y, en el ámbito económico, impuso una liberalización salvaje, en la onda neoliberal de la era triunfal del capitalismo, que fue muy aplaudida por Occidente y que agravó la situación económica y social de la población, sobre todo en el depauperado sur minero.

El tiempo y la paciencia es lo que se le había agotado a la juventud tunecina ante el nepotismo corrupto del régimen. La Revolución de los Jazmines fue motor y ejemplo de la Primavera Árabe y ha quedado como su única aunque inacabada experiencia tras la represión de las revueltas similares en otros países o su deriva en guerras internas y por delegación.

Diez años después, el balance no puede ser más agridulce. Túnez cuenta desde 2014 con una Constitución progresista que, pese a sus limitaciones, es única en toda la región y que fue avalada desde el Gobierno por una formación islamista, Enhada, cuyo pragmatismo tampoco tiene parangón en un mundo árabe cada vez más polarizado en el ámbito religioso. En la última década ha habido seis elecciones homologadas.

La libertad de expresión, artística y de crítica, con muchos medios independientes, confirma, asimismo, la excepcionalidad tunecina, así como la conformación de una sociedad civil nacida de la libertad de asociación y que se ha convertido en la guardiana frente a una eventual marcha atrás.

En el reverso, la crispación partidista –diez gobiernos en diez años– y, sobre todo, la incapacidad o falta de voluntad de la clase política llevar a cabo una profunda revisión de la política económica y social ha enervado a la población.

Los jóvenes salieron a la calle hace una década para denunciar la falta de oportunidades y el desfase entre su preparación académica y su falta de futuro. Y eso no ha cambiado; al contrario, ha empeorado en medio de una recesión provocada por el parón del turismo en los primeros años tras la revuelta de la mano de los atentados yihadistas, y que se ha visto agudizada en los últimos meses por la pandemia.

El 35% de la juventud está en paro y el 30% de los licenciados no encuentran trabajo, pese a que el número de funcionarios se ha incrementado en un 50% y los salarios se han incrementado. Las regiones marginadas han vuelto a salir a la calle estas últimas semanas para exigir inversiones y trabajo.

El lema revolucionario «pan y dignidad» sigue vigente por incumplido y la libertad «no da de comer». Lo que alimenta la nostalgia política, con el Partido Desturiano Libre (PDL), heredero de la era Bourguiba-Ben Ali, favorito en las encuestas con un 37%. Paradójicamente, la presencia de los nostálgicos del viejo régimen en los últimos gobiernos de coalición mantiene las viejas prácticas corruptas.

No parece que Túnez vaya a dar marcha atrás y volver al período anterior a 2011. Hitos históricos como aquel marcan impronta y dejan poso. Además, diez años no es nada en un proceso como el tunecino.

Pero diez años es toda una vida para las expectativas –o la falta de ellas– de un joven. Como aquel Mohamed Buazizi que decidió que su vida no merecía la pena ser vivida. En un fugaz e incendiario arrebato.