Víctor Moreno
Profesor
GAURKOA

Relaciones sociales, bares y pandemia

El 9 de febrero de este año, se publicó la sentencia del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV), aceptando la petición de las asociaciones de hostelería de suspender cautelarmente la medida de su cierre. La sala de lo Contencioso Administrativo –presidente Luis Ángel Garrido y magistrados María Josefa Artaza y José Antonio González–, consideró que «su actividad no aparece en este momento como un elemento de riesgo cierto y grave para la salud pública». Además, recordaba que «días antes de la escalada del nivel de contagios comenzaron a producirse en encuentros y reuniones familiares, produciendo en torno al 80% de los contagios, según una parte importante de los epidemiólogos».

Un comentario sagaz a dicha sentencia la hizo I. Lagasabaster, catedrático de Derecho Administrativo, por lo que remito gustosamente a dicho análisis (GARA, "Bares, tribunales, administración", 11.2.2021).

Hasta la fecha, que los jueces fuesen expertos en ciencia y en epidemiología era para mí cosa desconocida. Claro que, para decir que la existencia de una parte importante de epidemiólogos aseguran que los bares contagian menos que otros lugares, por ejemplo la familia, no hace falta ser un Snow o un Pasteur. Además, lo contrario también es posible: «existe una parte importante de epidemiólogos que sostienen que los bares son en un 80% los transmisores fundamentales del contagio». A fin de cuentas: ¿Quiénes son esos importantes epidemiólogos? ¿Dónde está su investigación científica que avala su dato estadístico?

Cuando los hosteleros salen a la calle con pancartas diciendo que «el virus no está en nuestros locales», no diré que se equivocan, pero habría que preguntarles sin faltar: y eso, ¿cómo lo saben? ¿Cómo reconocen que los asiduos a sus establecimientos no se contagiaron en estos y que, luego, infectaron a sus familiares, o viceversa?

Si algo ha demostrado el virus , es que es chino, es decir, babélico, universal, ubicuo y ferozmente democrático como un referéndum contra la monarquía.

Sorprende, no obstante, que la sentencia del TSJPV olvidara utilizar uno de los argumentos más queridos por la hostelería a la hora de exigir al gobierno la suspensión del cierre de sus locales: «Gracias a la hostelería, las relaciones sociales siguen ahí». Igual que el dinosaurio de Monterroso, y la Bastilla, claro.

También, el consejero de Comercio, Turismo y Consumo, Javier Hurtado, aseguraba que «en la hostelería se dan unas relaciones sociales que no se dan en otros lugares». Seguro. Y, que, además de distintas, son las mejores y las menos peligrosas para el (des)contagio. Extraña, por tanto, que el TSJPV no concitara este «argumento de la experiencia» para apoyar su sentencia, aduciendo que «el cierre de bares acarreará gravísimas consecuencias en las relaciones sociales, avaladas por una parte importante de sociólogos». Si es así, estaría bien saber en qué medida las enfermedades de naturaleza melancólica, derivadas por el cierre de bares durante las primeras olas de la pandemia, aumentaron y, a partir de ahora, en qué tanto por ciento disminuyen. Sería un dato estadístico mucho más riguroso que el del 80% de los epidemiólogos.

El problema es tremendo. Claro que sí. ¿Qué sería del 80% de la población si no visitase el bar cada día? Por no hacerlo, el número de afecciones de carácter psicológico habrán aumentado un cacho en las primeras olas de la pandemia. De haber sabido que los bares no contagiaban, la cantidad de visitas al psicólogo que se habrían evitado.

En serio. El equilibrio y la salud físico–mental no depende de las relaciones sociales establecidas en un bar, en una cafetería o en un restaurante. Convendría recordar lo que apuntaba Schopenhauer: «las relaciones sociales nos abren la puerta al conflicto, al disgusto, a las decepciones y dependencias insanas». Bueno, también, lo decía Baroja, aunque de otro modo: «relacionarse con los demás es el origen de casi todos los chandríos».

Claro que sin estas relaciones más del 90% se moriría de aburrimiento y de sequedad emocional. Y tampoco. Equilibrar las tensiones dialécticas entre lo exterior y lo interior, lo social y lo privado, no es fácil; ni siquiera para un cartujo. Están muy prestigiadas estas relaciones frente al individualismo, siempre tachado de egocéntrico y egoísta, pero yo no me fiaría de tan inexacta como injusta caracterización. El individualista suele ser, aunque suene paradójico, el más solidario con las causas perdidas. Solitario y solidario tienen la misma raíz etimológica. Por algo será. Y, quienes alardean de ser muy sociables y se meten en todos los fregados, suelen ser tipos aparentemente muy duros pero, solos ante el peligro, son un fiasco. En manada, se comen crudo el hemisferio sur.

Nuestras relaciones nacen en la sociedad, cuyas pautas de conducta siguen el ritmo vertiginoso del consumo; los bares forman parte de este ritual. Nuestras necesidades nada esenciales están creadas por el consumo. Si este pasa por el cauce de unas relaciones cuasi impuestas, qué diré que no se sepa. Cada uno sabrá en qué medida el ritual cotidiano de san Poteo colma sus aspiraciones interactivas con los otros.

Discurrir con inteligencia entre las llamadas de la obsesiva utilidad, del cálculo, del oportunismo y, al contrario, los susurros del silencio, la soledad deseada y lo esencial necesario, no es tarea que se ventile apelando al cultivo de las relaciones cuando estas, por imperativo social, son un señuelo consumista. A fin de cuentas, esas relaciones sociales serán lo que uno es. Como recordaba E. Cioran: «No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente como el tiempo.» ¿Cómo la rutina de las relaciones sociales? Cada uno sabrá.