Harry Stürmer
KOLABORAZIOA

Hondalea visto desde París

En agosto, tuvimos la oportunidad de visitar París, la ciudad de las luces y de la cultura. Hicimos un intercambio de piso. De otra manera no hubiera sido posible. Parece increíble, pero la vivienda allí cuesta todavía más que en Donostia. El doble, más o menos.

Sin embargo, como turistas, disfrutamos de unas exposiciones extraordinarias: las fotos de Cartier-Bresson, Picasso y Rodin, una sorprendente instalación multimedia con las obras de Dalí y música de Pink Floyd, la colección del Centre Pompidou, fantásticas obras de street art en la calle, etcétera. En el Pompidou, visitamos una exposición sobre mujeres pioneras en el arte abstracto que, por cierto, en octubre se trasladará al Guggenheim. En una de las salas nos esperaba una gran sorpresa, la escultura “Eat meat” (comer carne). La obra del año 1969 de la artista Lynda Benglis de California, una gran masa de capas amorfas de bronce fundido.

Y, sí, de repente pensaba estar delante de Hondalea. Según su creadora, Cristina Iglesias, inspirada por el fondo del mar. No puede ser. La artista californiana elaboró su escultura de bronce en el contexto de una campaña ecológica para preservar el medio ambiente. En el año 1969.

Las obras, sin embargo, para instalar Hondalea en la isla Santa Clara ya han destruido gran parte de la fauna y flora de la isla. Y el flujo de los y las visitantes aumentará cada vez más el desequilibrio ecológico de la isla.

La propaganda del Ayuntamiento y de los medios de comunicación había llegado hasta París. Así es que las parisinas de nuestro piso, Nicole y Nathalie, se habían reservado a tiempo una visita al abismo de Donostia. Intercambiamos impresiones.

Empezando con el supuesto fondo del mar. A las parisinas les parece más bien «una caca de vaca». Mirando hacia el abismo para observar el bombeo de agua dulce que imita artificialmente el ir y venir de las olas, acompañado por el sonido de las olas que se transmite a través de un sistema acústico muy sofisticado, se sienten engañadas. «¿Nos toman por tontas? Las olas de verdad las hemos visto antes de subir, en la orilla de la misma isla. Allí es donde se oye y siente la fuerza y el sonido del mar». Nathalie se calienta. «Construir una instalación para imitar las olas del mar, en una isla del mar, es el colmo del absurdo».

Le tengo que dar la razón. Sólo puedo añadir que ese absurdo lo financió el Ayuntamiento, es decir la ciudadanía, a la que nunca se pidió su opinión, con 4,5 millones de euros, sin contar las campañas publicitarias. «Pero, ¡¿son idiotas en vuestro ayuntamiento?!» explota Natalie.

¿Quién sabe?