Madre e hija de acogida

Begoña: «Sé que mis padres no podían cuidar de mí y esta familia es lo mejor que me ha pasado»

Begoña es una joven donostiarra de 18 años. Cursa su primer año en la universidad y tiene las inquietudes de cualquier persona de su edad. Ha estado acogida desde los 9 años por la familia de Izaskun Ugarte y ahora que ha cumplido la mayoría de edad, lo tiene claro. «Yo me quedo». Ambas cuentan a GARA y a NAIZ su experiencia en la siguiente entrevista.

«La primera visita la hicimos en el centro residencial donde vivía Begoña. El primer día recuerdo que detrás de la puerta se escuchaba a un educador: `¡Begoña! ¡Corre, ven, que ha venido una familia que te quiere conocer!'. Y ella respondió: `¡No, no, no! ¡Qué vergüenza! ¡Abre tú!». Así es como recuerda Izaskun Ugarte el primer día en el que escuchó la voz de Begoña, su hija en acogida, y el primer instante en que la vio.

A través de una campaña impulsada por la Diputación de Gipuzkoa, Ugarte y su familia se decidieron a acoger a un menor en su casa. Iniciaron los trámites a principios de año, y en nueve meses ya les habían asignado una niña, tras pasar por un proceso de idoneidad.

Begoña era entonces una niña de nueve años que vivía en un centro residencial, después de que sus padres la dejaran allí al no poderse hacer cargo de ella. Hoy es una joven de 18 años y tanto ella como su madre de acogida relatan en estas líneas su experiencia a uno y otro lado de este proceso.

Ugarte, presidenta de la asociación Beroa, reconoce que los primeros meses fueron duros. «Es duro, porque hay que adaptarse. No solo la niña se tiene que adaptar a la familia, sino que la familia también se tiene que adaptar a ella. Ella ha tenido su vida, sus experiencias, y todo ello se tiene que integrar en la familia para poder acogerla en su plenitud», relata ante la atenta mirada de Begoña.

La entrevista se realiza en la sede de Beroa, en la Avenida de Ategorrieta de Donostia. El edificio está formado por dos grandes pisos, que cuentan con once salas de visitas. Las sentamos en un sofá de una habitación, y miran a la cámara como si fuera una más en el encuentro. Sin pelos en la lengua, hablan claro de su experiencia. Izaskun señala: «El primer año y medio fue difícil». Se refiere al carácter cerrado que aquel entonces mostraba Begoña. En casa convivían cinco personas; el matrimonio formado por Izaskun y Luismi, sus hijos biológicos Amaia y Asier, y Begoña. «Nos ponía bastantes trabas, nos chantajeaba emocionalmente con cosas como `vosotros no sois mis padres y no podéis decirme nada'. Te estiran la cuerda para ver hasta dónde eres capaz de aguantar y te ponen a prueba cada día, hasta comprobar que, aunque se porten mal, tú sigues con ellos, y eso es muy importante para que la confianza aumente».

Y eso es lo que le ocurrió a Begoña. «Soy una persona con carácter y llevaba dentro muchas cosas. No llegaba a entender cómo unas personas que no me conocían de nada me podían querer y cuidar tanto», dice sincera. Reconoce también que le costó poder confiar en ellos. «De los primeros días que viví con ellos recuerdo varias cosas. Tenía miedo a la oscuridad, no podía dormir sola... Me costó confiar en ellos, pero a medida que pasaba el tiempo, me hacían ver que estarían conmigo pasara lo que pasara, por lo que me fui abriendo poco a poco».

Antes de ser acogida por la familia de Izaskun, Begoña tuvo que vivir en un centro residencial. «Me fui de casa de mi madre a los siete años y luego estuve en un centro hasta los ocho años. Posteriormente me pasaron a otro centro con niños mayores. Siempre he sido consciente de lo que pasaba. Sabía que mis padres no me podían cuidar y que habían sido ellos mismos los que decidieron pedir ayuda al no poder hacerse cargo de mí».

Sin embargo, su caso no se repite en los cerca de 300 niños que viven en centros residenciales. Hace falta que alguna familia se interese en acoger a un menor para que este pueda dejar atrás el centro. «Los niños no tienen opción de ir a una familia de acogida así por así. Yo me enteré por casualidad de esa posibilidad y fui a preguntarlo, pero la mayoría no sabe ni siquiera que esa opción existe», señala.

Recuerda también su paso por estos centros residenciales. «En los pisos los educadores sí que te proporcionan los cuidados básicos, pero no es como estar en una familia. Allí, quieras que no, convives con un montón de chavales. En mi caso, yo era la más pequeña, y el resto ya tenía 15 años o más, y me sentía muy sola. La gente es egoísta, y se preocupa por sobrevivir ella misma, y el cariño que te da una familia no lo tienes allí».

A pesar de haber estado apartada de su familia biológica, esta joven donostiarra siempre ha mantenido el contacto con ellos y ha seguido el régimen de visitas que marca la acogida. Relata, además, que se siente afortunada en un aspecto: que Izaskun y su padre han mantenido contacto, que se llevan bien. «Muchas veces él se ha apoyado en ella para entenderme mejor y mejorar nuestra relación», habla reconfortada (los padres biológicos y los acogedores pueden conocerse si ambas partes así lo desean).

Ahora que ha cumplido la mayoría de edad, Begoña tiene la opción de dejar su familia de acogida y comenzar en un piso tutelado un programa de emancipación. Sin embargo, ella lo tiene claro: «Yo me quedo con ellos, porque es lo mejor que me ha podido pasar».

Antes de concluir con la entrevista, Izaskun lanza una advertencia: «Cuando alquien quiere acoger a un niño, se tiende a los más pequeños, por lo que tienen más vías de salida para las familias. Pero una vez que un niño cumple siete años y vive en un piso residencial, ya es muy difícil que pueda salir de ahí, porque casi nadie quiere acogerlos tan mayores».