Pasado mañana comienzan en Sochi los Juegos Olímpicos de Invierno, un evento de primer nivel que el país anfitrión ha preparado con mimo y sin escatimar gastos. Una cita de este calibre mueve muchos intereses y son varios, y diversos, los objetivos que pueden alcanzarse a través de su organización; objetivos económicos, por supuesto, pero sobre todo políticos, en términos de propaganda y prestigio internacional. En este sentido, para Rusia estos juegos constituyen su principal reto organizativo desde la desintegración de la Unión Soviética, y como tal están siendo tratados por el Gobierno de Vladimir Putin.

Para el gigante euroasiático este acontecimiento es un modo de reivindicarse en un momento convulso en su espacio de influencia más cercano y, asimismo, una piedra de toque respecto a su fortaleza real, justo cuando parece haber recobrado protagonismo tras dos décadas -humillantes, para más de uno en el Kremlin- ejerciendo de actor secundario. Después de apuntarse un tanto diplomático en el conflicto sirio, la crisis de Ucrania amenaza con cambiarle el paso en plena marcha triunfal, y Putin aspira a que un desarrollo exitoso de los Juegos disipe cualquier duda sobre su rentré en la escena global. Asimismo, quiere aprovechar la oportunidad para legitimarse frente a las denuncias en materia de derechos humanos y de libertad de expresión, y de afianzarse en una zona políticamente convulsa con insistentes demandas de reconocimiento nacional.

Rusia, por tanto, tiene mucho que ganar en Sochi. Pero tiene también mucho que perder. Los frentes que mantiene abiertos son demasiado numerosos para garantizar que el protagonismo no va a ser acaparado por cuestiones extradeportivas, que van desde movilizaciones pacíficas de diversa índole -el listado de agravios es enorme- a acciones armadas que podrían desembocar en una pesadilla. Para evitarlo, Moscú no ahorrará esfuerzos, pero tampoco lo harán quienes hace tiempo que lo han puesto en su punto de mira.