Jesus Valencia
Educador social
JO PUNTUA

Sacrificadas en el templo del gol

Hasta los más recónditos pobladores del planeta siguen las incidencias de un Mundial de Fútbol que acaba de empezar. Puede que sea Brasil el país en el que dicho deporte tiene mayor arraigo, así que cuando fue elegido como sede de la actual competición hubo un estallido de alegría generalizado; desde las más humildes favelas hasta los diferentes parlamentos celebraron la elección. El público que abarrota los estadios da fe de ello.

Un gigantesco engranaje de intereses diversos se puso en marcha: el Mundial sería el escaparate de un Brasil polifacético; Gobierno y oposición son conscientes de que las elecciones de octubre pueden estar marcadas por lo que suceda estos días. Se han invertido ingentes recursos para adecuar los doce estadios en los que se están disputando los partidos. Aunque numerosas remodelaciones andan retrasadas, han sido mejorados los transportes públicos; la red hostelera promete, a un mismo tiempo, calidad y seguridad; los entornos urbanísticos que rodean los estadios han sido embellecidos. El capital ha hecho gigantescas inversiones que confía recuperar con creces y la FIFA ya acaricia los 4.000 millones que espera embolsarse. La atención mediática mundial ha convertido por unos días a Brasil en el epicentro del mundo. Pero no todo lo que reluce es oro.

Hace un año, cuando se celebró el anticipo del Mundial conocido como Copa de Confederaciones, la convulsión social fue muy alta. Hace unas semanas tuvo lugar el Día Internacional de Luchas contra el Mundial y, en estas fechas inaugurales, las protestas populares se han agudizado; intereses económicos desenfrenados han supuesto una dura agresión contra los sectores más vulnerables de la población. Diferentes movimientos sociales han exigido que los astronómicos gastos invertidos en la remodelación de estadios y en las mejoras con proyección turística se dediquen a la cobertura de necesidades básicas. A lo largo del país se organizó una red de Comités Populares que intentó frenar los abusos de un evento enfocado, preferentemente, en función de los intereses financieros y especulativos. Su tarea ha resultado complicada: la organización del torneo, con extrema violencia, ahuyentó al pobrerío de las zonas-escaparate y el precio de la vivienda en dichas zonas alcanza niveles prohibitivos.

Quizá una de las derivas más ruines de esta locura capitalista sea la prostitución infantil. Clanes de la mafia internacional intentan rentabilizar el incremento de la demanda sexual que acarreará la masiva llegada de turistas. Para diversificar su execrable oferta, se han provisto de un importante contingente de niñas menores de edad a las que han convertido en esclavas sexuales; algunas, compradas a familias de entornos rurales empobrecidos; otras, raptadas en el propio Brasil o en países africanos como el Congo y Somalia. Los dueños del negocio han elevado las tarifas de su miserable mercado. Esperan a forofos pedófilos que, entre gol y gol, alquilen a niñas prostitutas en las remodeladas cercanías de los estadios.

Flecos de un capitalismo odioso que degrada todo lo que toca.