Pero en las callejuelas de Itza, la palabra que se escuchó, aunque vino acompanada de una sonrisa, no era la esperada. Ez da hemen. Estupendo, una vez más, algo entendimos mal. Y una vez más, allí estábamos, perdidos en Euskal Herria.
Aunque no del todo. Al otro lado de la montaña, en una avenida de Aitzoain, bajo la mirada circunspecta de la Benemérita, cientos de personas se encadenaban mutuamente, levantaban los brazos, salían en oleadas a la carretera, agradecían con gritos los claxones de los coches, se fotografiaban, enviaban mensajes desde sus móviles, hasta que rompieron a aplaudir cuando se anunció que se había logrado. Y entonces, cuando tocaba recoger y marcharse, nadie se quiso ir. Y durante unos minutos nadie se movió. Y fue ese momento el más significativo.
En la mañana de ayer nos sentíamos perdidos. Y poco después, miles de desconocidos nos encontramos aquí, en Euskal Herria, dispuestos a reconocernos, con nada por perder y todo por ganar. Pero sobre todo, con la sensación de que ahora hay que ir más allá, hasta donde nos lleve nuestra propia voluntad. Con la sensación de que ya no estamos perdidos.

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