
Y el hecho de que se haya cimentado en torno a la creciente desunión del Reino Unido (la victoria conservadora se ha fundamentado en el descalabro de los laboristas en Escocia) no puede ser sino motivo de alegría para los que defendemos el derecho a la independencia de escoceses (y galeses), y a la reunificación de los irlandeses del norte con el resto de la isla.
Por contra, los análisis que han interpretado como una derrota el hecho de que los xenófobos de ultraderecha del UKIP solo cosecharan un escaño –y ni siquiera el que buscaba su líder, Nigel Farage– pecan –quiero creer– de ingenuidad.
Esos análisis obvian que el UKIP fue el tercer partido más votado, que quedó segundo en 150 de las 650 circunscripciones y que cosechó la friolera de 4 millones de votos.
Es cierto que el partido eurófobo perdió medio millón respecto a las europeas de 2014 (sus elecciones) y que entonces fue la fuerza más votada. Pero entonces la participación fue cerca de un 50% inferior y el UKIP no superó en las anteriores elecciones generales británicas (2010) el millón de votos.
El propio Farage ha dado marcha atrás y dice que no deja el liderazgo del partido. Fue superado en la circunscripción de South Thanet por Craig Mackinlay, paradójicamente un tránsfuga del UKIP que se presentó por el Partido Conservador.
El UKIP sigue condicionando la agenda, aunque sea desde fuera de Westminster. Y a Cameron le toca ahora bregar con un grupo parlamentario escorado aún más a la (ultra)derecha. Una «derrota», la del UKIP, muy preocupante para la lucha contra el neofascismo –se vista como se vista– y la xenofobia.

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