Beñat Zaldua

Los italianos no saben hacer pizzas

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Llarena volcó ayer en un auto todas las frustraciones acumuladas durante meses en Europa. A sus colegas belgas los reprendió por rechazar la extradición de Serret, Puig y Comín en base a un formalismo, mientras que a sus pares alemanes los acusó de «falta de compromiso» precisamente por lo contrario, por entrar en el fondo del asunto y tener la osadía de tener en cuenta el testimonio de Puigdemont. El escrito de 21 páginas es poco más que una amarga pataleta en lenguaje jurídico.

Es cierto que el juez del Supremo no tenía opción buena, pero cabe recordar que él solito se metió en semejante berenjenal, inflando unas acusaciones que no pasan la mínima prueba del algodón en Europa. El resarcimiento español llegará, probablemente, con los presos políticos, pero, aunque el proceso sea largo, las puertas de los tribunales europeos están abiertas, siempre que se mantenga el pulso por parte de las defensas. Si algo demuestra la retirada de las euroórdenes es que la tesis de la violencia en Catalunya cae tan pronto como desaparece el velo del nacionalismo español.

Pero más allá de los efectos prácticos de la decisión, sobre los que se hablará largo y tendido en los próximos días, cabe detenerse un momento ante el derroche de soberbia de Llarena, que dedica buena parte de su auto a impartir lecciones a belgas y alemanes. Qué rápido se olvida la euforia española desatada el 25 de marzo, cuando Puigdemont fue detenido en Alemania, ese país serio, cuna del derecho constitucional europeo, garante del orden de las cosas y bastión del imperio de la ley. «Objetiva y teóricamente, ser detenido en Alemania es el peor escenario para Puigdemont», leímos (y dijimos) aquellos días.

Cuántas veces no habremos oído que el artículo 155 de la Constitución aplicado en Catalunya es calcado –literalmente, palabra por palabra– al artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn; cuántas veces no habremos escuchado, como aval, la inspiración germánica del estado de derecho instaurado en el Estado español a partir del 78. Pues olviden todo aquello. Resulta que ahora los alemanes no saben hacer leyes, ni leerlas, ni aplicarlas, del mismo modo en que los italianos no saben hacer pizzas ni los chinos rollitos de primavera. Bienvenidos al universo Llarena.