Víctor Esquirol
Crítico de cine
FESTIVAL DE VENECIA

El cine como espejo resquebrajado

Penélope Cruz es uno de los principales reclamos de ‘Competencia Oficial’, la nueva gamberrada de Mariano Cohn y Gastón Duprat. (Miguel MEDINA/AFP)
Penélope Cruz es uno de los principales reclamos de ‘Competencia Oficial’, la nueva gamberrada de Mariano Cohn y Gastón Duprat. (Miguel MEDINA/AFP)

Aquí mismo, en Venecia, Paolo Sorrentino nos contaba hará unos días que el cine es ese prisma deformador que, entre otras cosas, nos ayuda a mirar a la realidad, ese mundo asqueroso y profundamente decepcionante en el que nos ha tocado vivir. Pensemos en un espejo que da fe de todo lo que pasa por delante de él, pero ojo, el cristal ha visto muchas imágenes a lo largo de los años, tantas, que no ha podido aguantar. Ha perdido la compostura; se ha deformado, y claro, todo los que nos muestra, está igualmente deformado.

En Venecia, un día más, el interés lo capitalizó el Fuera de Concurso. El británico Edgar Wrigth presentó ‘Última noche en el Soho’, su esperadísima incursión en los terrenos del terror. Empezó la película y vimos a una chica encarnada por Thomasin McKenzie que, por supuesto, sonreía al mirarse al espejo. Pero había truco, no solo se veía a ella misma, sino también a una persona que, en realidad, ya no estaba allí. Este director, imprescindible para entender los derroteros del cine popular moderno que se niega a seguir los mandatos de la corriente principal, estableció desde la primerísima escena, los fundamentos para una historia de fantasmas.

Esto perfectamente podría haber sido un cuento de terror gótico, y en efecto, la película jugó con muchos elementos de dicho subgénero… pero como cabía esperar, lo hizo con el ritmo y estilo de uno de los cineastas más frescos del panorama internacional. Ahora la chica se volvía a mirar al espejo, pero lo que veía era a otra mujer: Ana Taylor-Joy, ni más ni menos, un espectacular recipiente de sueños a punto de romperse.

Al principio estábamos en el Londres contemporáneo, pero al otro lado del espejo nos esperaba el colorido bullicio de la capital inglesa en los años 60. Al ritmo de Petula Clark y de Barry Ryan, Edgar Wrighr bailó con esa habilidad marca de la casa entre dos épocas; entre dos mundos: el de los sueños y el de las pesadillas. Y en efecto, tanto una chica como la otra tuvieron que acabar enfrentándose al mayor de los horrores. ‘Última noche en el Soho’ descubrió sus verdaderas intenciones: arremeter con osadía contra los demonios a los que ahora combaten movimientos como el MeToo. McKenzie y Taylor-Joy, reflejos la una de la otra, danzaron para marear la retórica de víctimas y verdugos. Y no olió a temeridad, sino más bien a genialidad.

En esta finísima línea anduvo la siguiente pareja de la jornada. Ya en el Concurso por el León de Oro, la dupla argentina compuesta por Mariano Cohn y Gastón Duprat presentó su nueva gamberrada: ‘Competencia Oficial’, con Penélope Cruz y Antonio Banderas como principales reclamos en el cartel. Ahora el espejo juntaba la realidad con la ficción: un adinerado empresario quería trascender, que su nombre entrara en la Historia, y para esto decidía financiar la película más prestigiosa de todos los tiempos.

Cohn y Duprat, tan iconoclastas como siempre, se rieron de las nociones con las que se determina el éxito o el fracaso de una obra de arte. Y ahí estuvo la gracia, en la risa que a uno le puede entrar cada vez que le toca sentarse frente al espejo. ‘Competencia Oficial’ no se cansó de tirar bromas a destiempo (y de dudoso gusto), ni de descolocar con su desconcertante uso del talento actoral convocado… y aun así, ahí estaban ellos, una vez más, en la primera línea del no-tan-selecto mundo festivalero. Alguien vislumbró un Caballo de Troya en pleno Lido. Y tuvo su gracia, la verdad.

Por último, la Competición recuperó la dignidad que se le presuponía gracias al maestro italiano Michelangelo Frammartino. Más de una década después de su último largo, presentó ‘Il buco’, discreta pero prodigiosa inmersión en las profundidades de una cueva de Calabria, de casi 700 metros de profundidad.

Ahora el espejo apuntó, de manera romántica, a esa época (de nuevo, los años 60) donde todavía quedaban rincones por cartografiar; por descubrir. Frammartino planteó la narración a modo de montaje paralelo entre una expedición de espeología y la observación de una vida rural que, poco a poco, se desvanecía. Misteriosos reflejos para una película prácticamente perfecta; vertiginosa y emocionante en su naturalista retrato de lo desconocido.