Trapecistas sin red, la pareja creativa formada por Gastón Duprat y Mariano Cohn ejecutan en su filmografía toda suerte de triple saltos mortales en los que el riesgo se ha convertido en algo habitual.

Triunfadores en la Mostra de Venecia de 2016 con ‘El ciudadano ilustre’, regresaron a orillas del Lido en la última edición del festival de Venecia con esta propuesta que desde su arranque se revela como una mortífera ametralladora Thompson.

Es tal la cantidad de munición que gastan perforando su propio filme que resulta muy difícil calcular cuánto de mala leche se requirió para perpetrar el salvaje e inconexo encadenado de sketch que dan forma definitiva a esta comedia bufa en torno a muchas cosas, entre ellas la banalidad del propio cine entendido como arte y todo ese artificio existencial a ratos le rodea, o incluso quienes ven en el cine la herramienta oportuna para perpetuarse en el tiempo.

Es precisamente este el detonante de la trama, cuando un todopoderoso magnate y desde las alturas de su torre de cristal, opta por dejar un legado de sí mismo para la posteridad orquestando una película basada en un premio Nobel.

Para llevar a cabo su muy particular pirámide faraónica, contrata los servicios de una cineasta –muy autora de sí misma– y una pareja de intérpretes: uno proveniente del glamour de Hollywood y el otro un reputado actor de teatro reconocido por su obra vanguardista.

Con estos mimbres, Duprat y Cohn escenifican un circo de tres pistas en el que el trío estelar, muy bien entendido e interpretado por Penélope Cruz, Antonio Banderas y Óscar Martínez, lo dan literalmente todo para tumbar sus propios estereotipos.

Juguetones y plenamente conscientes y cómplices de la burla de la que participan, este trío se permite el lujo, para deleite del personal, de reírse de sí mismos en situaciones que bordean la tragicomedia y que se instalan en el saludable terreno del disfrute popular pero, eso sí, ejecutado con mucho estilo.