Víctor Esquirol
Crítico de cine
CRíTICA DE ‘MAIXABEL’ (SECCIóN OFICIAL)

Víctimas y victimarios

SECCIÓN OFICIAL

Directora: Icíar Bollaín. Guion: Isa Campo. Reparto: Blanca Portillo, Luis Tosar, Urko Olazabal, María Cerezuela, Bruno Sevilla

 

Maixabel Lasa, encarnada por Blanca Portillo.
Maixabel Lasa, encarnada por Blanca Portillo.

La actualidad sobre-mediatizada y la avalancha abusiva de estímulos al que nos someten los nuevos canales de comunicación nos tienen convencidos de que nunca antes nos había tocado vivir con la intensidad con la que tenemos que vivir ahora. A razón del inicio de la pandemia del coronavirus, por ejemplo, no fueron pocas las publicaciones (de incuestionable prestigio) que señalaron 2020 como “El peor año de la Historia”. Como si antes la humanidad no hubiera tenido que pasar por guerras interminables, genocidios o grandes hambrunas.

Igualmente, no son pocas las veces que, a lo largo de los últimos años, hemos tenido que escuchar aquello de que la sociedad no había estado nunca tan polarizada como ahora. Y sí, efectivamente cualquier red social y cualquier vídeo bien editado pueden transmitir esta sensación. Pero nunca está de más recordar que, hasta no hace mucho, determinados posicionamientos políticos podían traducirse con la muerte. En el año 2000, sin ir más lejos, dos hombres entran en un bar de Tolosa y, sin mediar palabra, disparan y terminan con la vida de otro que estaba allí sentado.

Acto seguido, después de una tensa huida del núcleo urbano donde se encontraban, se pierden en el bosque entre proclamas victoriosas. Pero a continuación, están siendo procesados en la Audiencia Nacional, ese tribunal inquietante, reservado a los peores enemigos del Estado. Y justo después, están en un centro penitenciario. Entre cada escena han transcurrido años, evidentemente; un paso del tiempo que cala en el rostro de los protagonistas, pero que también se deja notar, como no podía ser de otra manera, en una narración que avanza al ritmo frenético de una serie de elipsis.

En sus primeros compases, “Maixabel” opta por los saltos omisivos, no para ocultar información, sino más bien para ponernos rápidamente en contexto. Lo justo para que recordemos una realidad histórica atroz (la de las bombas, los disparos y la cal viva) de la que tenemos que huir a toda velocidad… esto sí, siendo conscientes de que no hay escapatoria posible sin antes haber afrontado ese trago tan duro como potencialmente sanador: el de un perdón que solo puede asentarse con un diálogo honesto, confrontador pero al mismo tiempo reconciliador.

A sabiendas de que se mueve por territorios extremadamente sensibles, y de que puede estar removiendo heridas todavía abiertas, Icíar Bollaín deja los lucimientos en la puesta en escena (algo que aquí podría haber sentado a frivolidad) para otra ocasión, dejando así que el peso del conjunto lo lleve primero la escritura del texto (el cual firma a cuatro manos junto a Isa Campo, una de las mejores guionistas del panorama cinematográfico español actual, imprescindible para entender la más reciente y brillante etapa en la filmografía de Isaki Lacuesta), y después la dirección actoral.

A nivel interpretativo, “Maixabel” puede ser leída en clave de confrontación de altura entre dos talentos impresionantes, el de Blanca Portillo y el de Luis Tosar, y así es, pero hasta ellos están al servicio de un guion que pide aquello que predica: calma y contención como curas para la tempestad (interior). La película se comporta exactamente así durante las casi dos horas que dura: con cautela pero sin miedo a apostar sin tapujos por aquellas posiciones con las que, desgraciadamente, se pueden ganar enemigos mortales.

Pero debe aclararse que “Maixabel” opta en todo momento por la concordia, gesto que, en el trágico contexto que explora, puede ser visto como una declaración de guerra. Es el martirio del equidistante en la guerra de trincheras; en los conflictos de posiciones enfrentadas inamovibles. Solo que en esta película, como en la vida misma, el tiempo pasa, y con él, se van adquiriendo nuevas perspectivas sobre el asunto. O sea, que por suerte, la gente cambia. Con esto en mente, cabe preguntarse: ¿Y si el Mal estaba en los dos bandos? Más importante aún: ¿Y si la condición de monstruo no fuera una marca que se tuviera que llevar durante toda la vida?

La retórica de los vencedores y los vencidos, esa generadora de odio y de traidores, se cambia aquí por la de las víctimas y los victimarios, no para marcar diferencias entre unos y otros, sino para todo lo contrario: incidir en aquello que nos hermana a todos como seres humanos, como seres vulnerables y vulnerados. Icíar Bollaín confía para dicha gesta en la verdad infalseable de la palabra hablada; de la mirada al otro rostro, la que se sostiene incluso cuando los ojos, inyectados en rabia, vergüenza y remordimiento, piden mirar hacia otro lugar.