
Un txaranguero es Thor. Dios cuando lleva su martillo, un pringao más cuando aparca a Mjölnir. Las peñas lo mantienen a papo de rey, adecuando riego y abono, según sea la ronda vermutera o nocturna, con su bocata pa ir arreando y katxis en cada bar hasta las cuatro de la mañana. En cuanto a la merienda de los toros, se parte de otro bocadillo de base, al que luego se van añadiendo los langostinos que sean pertinentes, sorbetes y demás. Tocar por la tarde son seis horas, tiempo de sobra para beberse piscina y media.
Estimar lo que gasta este espécimen resulta contradictorio. En sus horas libres, su factura es tal cual la tuya. El resto del tiempo, es el obispo de Roma. Pero, ya que hay que meterse en faena, daremos cuenta de aquello en lo que, impepinablemente, tiene que dejarse los cuartos.

Así, comenzaremos con la toallica esa que se ponen por los hombros cuando van a los toros. Muchos tienen solo una y cuentan que el último día, la echan al suelo y se desplaza sola de tanta vida que alberga. De ahí el mito de la alfombra de Aladín. Además, para ir elegantes, acostumbran a taparse con una bata que les da un aire de carniceros. Al atuendo básico, hay que añadir el precio de la partitura con los arreglos de la canción de moda que han escuchado a otra txaranga (invitar a tres cubatas al músico rival en un bar turbio, más el trueque por un arreglo propio). Y, en lo referente a un saxofonista –el resto de instrumentos conlleva gastos análogos– habría que poner varias cañas (para la boquilla) y 400 euros para enzapatillar de nuevo el saxofón, al que ha entrado sangría por todos los agujeros y huele a choto.

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