Alice Munro, la brevedad de lo eterno
Alice Munro, fallecida a los 92 años en su país de nacimiento, Canadá, deja tras de sí una exitosa y talentosa carrera literaria. Trayectoria sostenida sobre una desbordante capacidad para condensar en relatos de extensión reducida todo el caudal psicológico que caracterizaba a sus personajes.
Cuando Alice Munro recibió el Premio Nobel de Literatura en 2013, galardón al que había estado opositando desde hace tiempo, en su discurso de agradecimiento, grabado en vídeo dado su ya por aquel entonces frágil estado de salud consecuencia de una demencia, rememoró su primer acercamiento a la escritura. Un acontecimiento que ubicó al escuchar durante su infancia, en boca de su madre, el cuento infantil de ‘La Sirenita’, momento a partir del cual no paró de intentar ingeniar un final feliz para aquella historia.
Probablemente la dilatada trayectoria de la autora canadiense no ha dejado de repetir continuamente ese anhelo expresado por aquella niña nacida en la comunidad de Wingham (Ontario) y en el contexto de una familia de extracción humilde. Su intento por construir con palabras un hogar digno, quizás no salvador pero al menos garante de ofrecer un cobijo, a todos esos personajes aquejados de una incertidumbre existencial, se convirtió desde el inicio en el latido principal con el que se iba a desarrollar una excelsa actividad creativa.
Una narrativa caracterizada por aparecer casi siempre salpicada por una pulsión autobiográfica, ya perceptible desde su primera obra, ‘Danza de las sombras’, fechada en 1968, que sin embargo no se trataba de una mera traslación al papel de las vivencias que acumuló en el seno de aquella familia de granjeros emigrada desde Escocia con el fin de sobrevivir en un paisaje árido lejos de su tierra. Su conocimiento del medio en primera persona, y por supuesto el acercamiento a la ilustración de todo ese imaginario sureño que adornaba la escritura de William Faulkner, Eudora Welty o Flannery O'Connor, sirvieron para dotarle de una entonación que no necesitaba de oropoles ni florituras, su capacidad diseccionadora de todo aquello que no se veía pero que palpitaba a borbotones en el interior de sus personajes era suficiente sustancia para encumbrarla.
Alejada de cualquier atisbo de épica impostada, encontró en el relato de extensión reducida el territorio donde sentirse especialmente cómoda, lo que no significa que en muchas ocasiones, una de las más ostensibles se puede encontrar en ‘La vida de las mujeres’ (1971), esos breves cuentos no tuvieran la facultad de ser hilvanados en forma de novela. Porque incluso en aquellas colecciones de narraciones aparentemente inconexas, y que han dejado todo un caudal artístico encomiable con títulos como ‘Las lunas de Júpiter’ (1982), ‘Amistad de juventud’ (1990) o la que es su última publicación, ‘Mi vida querida’ (2012), es fácil descifrar un puzzle que acaba desvelando el recorrido vital de su creadora simultáneamente a toda una sucesión de sus recurrentes preocupaciones.
No exenta de un inevitable carácter trágico, su escritura ha sabido deslizarse hacia paisajes que eran capaz de resplandecer luminosos como de ser asestados por una realidad truculenta, ánimo que se impone de manera llamativa bajo el irónico título de ‘Demasiada felicidad’ (2011). El amor, la amistad, la muerte, en definitiva todos aquellos sentimientos que representan la existencia cotidiana de los individuos, han sido tratados por la canadiense bajo una particular mirada que los suele constreñir al mandato de las costumbres o de aquello que se tiende a expresar como lo razonable. Frente a esas murallas de la convención, los habitantes de su imaginación, especialmente trazados entorno al perfil femenino aunque sin descuidar un talante universal, se perciben abatidos por esa invisible pero inquebrantable opresión.
Ni la presencia, ni tampoco la ausencia, de Alice Munro conseguirá cambiar o alterar esa desajustada órbita por la que tantas veces tienden a avanzar los seres humanos. Sin embargo, hay algo que la obra de la canadiense ha ofrecido y seguirá haciéndolo mientras exista alguien decidido a abrir sus páginas, un remedio quizás no definitivo pero sí sanador, y es el de la sensación de que hay alguien que ha logrado codificar y comprender, bajo exquisitas formas, ese universo donde reina la inquietud y nos recuerda la fragilidad que nos define.