Una década después de reabrir las llagas del genocidio indonesio en ‘The Act of Killing’ y ‘La mirada del silencio’, Joshua Oppenheimer gira el calcetín y propone para su regreso una ficción musical, atiborrada de estrellas, sobre la nueva normalidad de una familia aristocrática dentro de un lujoso búnker, veinte años tras el fin del mundo. Desde las aniñadas caracterizaciones de madre, padre e hijo (Tilda Swinton –¡cantando!–, Michael Shannon y George McKay), hasta las melodías romanticonas y deshinchadas que lo subrayan todo, esta «masterpiece kitsch» propone adivinar las fronteras entre la híper expresividad del propio género y la disfluencia de un reparto chejoviano, de entereza rota a pedazos por veinte años de clausura. Como si los subrayados emotivos de la orquesta pudieran devolver el sentido a una convivencia pos-social (ergo, pos-identitaria) o, por el contrario, como si la comentaran con acidez y descreimiento.

En todo caso, el cortocircuito entretiene moderadamente… Aunque el danés que revolucionó la forma documental aquí vuelve sobre caminos bien prodigados estas dos décadas: ahí están la diagnosis social de pantomima de ‘Dogville’, la burguesía sostenida solo por las buenas maneras de Yorgos Lanthimos, o los bailes en la oscuridad de ‘Annette’. Como en la de Leos Carax, Oppenheimer agotará las posibilidades de la épica para acabar deambulando sin rumbo junto a sus personajes. El viaje es cuesta arriba, pero el cine que no arriesga no gana. Escribamos más sobre ella.