Sobre la mesa, dos preguntas: ¿Qué queremos consumir las mujeres? y ¿cómo queremos ser representadas en los servicios y productos culturales y creativos? Este es el punto de partida de la reflexión colectiva que plantea Parabolikak, una iniciativa de Karraskan, una asociación profesional centrada en la innovación cultural con sede en Bilbo.
Fundada en 2012, está compuesta por diferentes colectivos artísticos –entre sus miembros están Getxophoto, Caostica, Harrobia o Jazzon!, por ejemplo– y, después de haber llevado a cabo otras iniciativas como Kultursistema –han mapeado los espacios culturales por herrialdes–, ahora están inmersos en Parabolikak, un proyecto en el que llevan trabajando desde el pasado año, cuando tuvo lugar su primera edición, y que busca tener continuidad a lo largo de estos próximos años.
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Antes que nada, hagamos spoiler: Las dos preguntas no son tan sencillas de contestar, aunque la realidad y algunas encuestas dibujan a un sector como el cultural lleno de contradicciones. Algunos datos: según un informe de 2022 de Emakunde, titulado ‘La evaluación del impacto en función del género en la cultura’, hay «notables desequilibrios [entre hombres y mujeres] tanto en la producción como en el consumo cultural».
La representación de la mujer como tal «tiende a ser minusvalorada», pese a que hay, se reconoce, «una amplia presencia femenina en términos cuantitativos, que se reduce en términos cualitativos». Es decir, hay mucha mujer en la cultura, pero pocas en puestos de responsabilidad.
Rosa Abal es la gerente de Karraskan y directora del proyecto Parabolikak: «Parabolikak surgió porque hay temas que nos preocupan, y, viendo que tenemos un montón de entidades y grupos con mujeres creadoras que están al frente de sus propias empresas, decidimos centrar este proyecto en el género. Este no es un proyecto de hombres contra mujeres, y, de hecho, siempre lo hemos dicho: el que se sienta atacado y le tiemblen las piernas, que se lo revise, porque nosotras lo que planteamos es nuestra realidad. Lo que queremos es que haya menos palabrería, menos actos de maquillaje y que se pase ya a la acción. Para nosotras era un primer paso, una manera de hacer un poco red, porque, aunque en este sector conoces a mucha gente, estamos todas como sumidas en la prisa y no hay tiempo ni para pararse a hablar, a reflexionar».
La idea, por tanto, es dar voz a las mujeres del ecosistema cultural y creativo, y reflexionar sobre qué se está haciendo y qué se está produciendo. Y por qué, a pesar de los avances conseguidos, la visibilización de las mujeres artistas dista mucho de ser la que debiera. Surgida con voluntad de futuro, en diciembre de 2024 se hicieron realidad en la Alhóndiga de Bilbo los cuatro primeros laboratorios o LAB, como los llaman, y actualmente trabajan en que tengan continuidad durante los próximos años; también en poner en marcha los tres ‘artefactos’ surgidos de aquellos LAB de diciembre.
Son prototipos de los que irán van a ir nutriendo las nuevas Parabolikao: unas cartas de tarot en clave feminista –tienen su aquel, porque sirven para analizar, profundizar y ‘vaticinar’ si los protocolos de igualdad de género, también los de las empresas,, funcionan–, un podcast y una performance, que incluye entrevistas en la calle.
«Para mí, ha sido un regalo compartir reflexiones y acciones con mujeres de distintas generaciones, de distintas procedencias culturales y distintos ámbitos profesionales y me ha servido para constatar que las mujeres seguimos estando muy infrarrepresentadas en ámbitos culturales y también en la comunicación», reflexiona la periodista y escritora navarra Maite Esparza.
Ella ha sido una de las once participantes en estos laboratorios, compuestos íntegramente por mujeres, con una horquilla de edad que se abría desde 23 hasta los 60 años. Once mujeres como las 11 letras de Parabolikak, dinamizadas por Bertha Bermúdez, trabajadora de Dantzaz –ex bailarina de larga carrera, junto a coreógrafos del prestigio de Maurice Bejart, William Forsythe o Nacho Duato– y Uribarri Atxotegi, por Tipi, un equipo formado por mujeres jóvenes, profesionales de distintos ámbitos, que, desde 2012, trabaja desarrollando proyectos que van desde la redacción de directrices y políticas de escala territorial a proyectos pedagógicos experimentales.
«A mí me ha servido para constatar que las mujeres seguimos estando muy infrarrepresentadas en ámbitos culturales y también en la comunicación»
Junto con Maite Esparza, las integrantes de los talleres de este primer Parabolikak han sido Elena Caballero, La Basu, una de las raperas más conocidas de Euskal Herria; la influencer y artista digital vizcaina Erika Palacios, más conocida como @erikainblueshop; la comisaria, profesora y crítica de arte Garazi Ansa; la bertsolari y creadora audiovisual Itxaso Paya Ruiz; la afro feminista y panafricanista Jatou Fall; la creadora plástica y escénica María Ramírez Luengo, integrante de la compañía multidisciplinar Arriera y del espacio de creación La deriva; la Ingeniera Técnica en Topografía Miren Sanz, como consumidora de cultura –por cierto, la mayoría de las consumidoras somos mujeres–; la profesora de Bellas Artes y con larga trayectoria en lo audiovisual Oihane Iraguen Zabala; Txaro Arrazola, artista multidisciplinar dedicada principalmente a la pintura, y Elisa L. Ramírez, artista centrada en la reflexión acerca de la identidad humana y su relación con los medios tecnológicos.
«Lo que hemos conseguido con estos encuentros es tener claro que tenemos que reclamar los espacios; o sea, que tenemos el derecho, simplemente por ser nosotras, y que no necesitamos ser perfectas para poder reclamar los espacios en los que se supone que tenemos que estar. A veces como que cuesta ponerse de pie y decir: ‘Este es mi sitio y no voy a permitir que me desplaces o que me interrumpas o no voy a permitir que tu nombre figure más grande que el mío’», apunta de forma muy ilustrativa la artista Elisa L. Ramírez (23 años), la más joven del grupo.
Porque si algo ha quedado claro en este encuentro intergeneracional es que hay ciertas cosas –el techo de cristal– que no se han movido. Tal vez algo sí, rectificamos; pero muy poco.
«En Bilbo, siempre decimos que nos conocemos todos, pero, en cuanto te dan este tipo de encuentros, te das cuenta de la cantidad de cosas que no sabes se están haciendo en tu ciudad. A pesar de que no teníamos en común la disciplina en la que estábamos trabajando, lo bonito es que se fue viendo que había muchos puntos en común en la forma de vivir cómo se trabaja. Fue muy impactante: sin conocernos, empezamos a hablar y a darnos cuenta de que, a pesar de que veníamos de lugares muy diferentes, había experiencias compartidas respecto a cómo nos sentíamos respecto al trabajo, a los compañeros, al entorno, al sistema que hay controlando estos espacios...», añade Ramírez.
«Las mujeres encajamos de una forma amateur, como que nosotras estamos ahí, pero no somos las que tomamos las decisiones, no somos las que articulamos cómo se nos representa»
A sus 23 años, lo ve muy claro. «Esas sensaciones que yo tenía y que atribuía a que soy joven, compañeras que tenían mucha más experiencia que yo me decían: ‘El síndrome del impostor sigue ahí y es verdad que nos condiciona a todas’». Lanza algunas ideas interesantes: «Amigas mías están diciendo que no pueden con esto, porque es mucha presión, porque hay muchas cosas en su vida, que ahora mismo no le están encajando: hijos, medios económicos... En cambio, veo a mis amigos muchísimo más tranquilos, porque no sienten la misma presión».
Y sigue: «Las mujeres encajamos de una forma amateur, como que nosotras estamos ahí, pero no somos las que tomamos las decisiones, no somos las que articulamos cómo se nos representa. Mientras seamos las consumidoras somos cómodas, pero en el momento en el que queramos reclamar espacios en los que se nos tenga que percibir de forma más profesional, ahí es cuando empezamos a generar cierta incomodidad. En mi clase, en Bellas Artes, había una inmensa mayoría de mujeres y la mayoría de los profesores eran hombres. Entonces también me llamaba la atención eso: que la mayoría de las que estudiamos Bellas Artes somos mujeres, pero luego cuesta mucho más que un artista mujer sea reconocida que un artista hombre».
«No es una percepción subjetiva que tengamos nosotras: somos las mayores consumidoras de cualquier producto cultural; es decir, de literatura, teatro, danza contemporánea, exposiciones... de todo. Y somos generadoras de muy buena parte de esa cultura, pero resulta que nuestra visibilidad es bastante inferior a la de los autores. Porque, históricamente, el relato ha sido escrito por voces masculinas», puntualiza, por su parte, Maite Esparza.
Solo hay que echar un vistazo, aunque sea superficial, a las distintas disciplinas: en la música –pocas líderes de bandas y solistas, y la mujer, como corista, groupie o novia del músico–, en el cine –«por suerte tenemos en los últimos 10-15 años una hornada de directoras fantásticas que están alzando la voz, pero no en modo reivindicación, sino creando relatos que nos interpelan a las mujeres»– o en la literatura: «Es un ejercicio cultural más individual. Aun así, ha habido muchas escritoras, pareja de escritores, que han corregido a sus maridos sus libros o que incluso sus maridos han utilizado sus textos para publicarlos con su nombre».
No es su caso, evidentemente. Por cierto, Maite Esparza está ultimando su segundo libro con fecha de publicación de marzo posiblemente. «A mí de esta experiencia me ha sorprendido constatar, gracias a que había participantes en estos LAB de 20-24 añitos, o mejor, añazos, porque tienen un discurso espectacular, que, hoy en día, en las aulas de Bellas Artes, aunque las alumnas son mayoritariamente mujeres, el profesorado es sustancialmente masculino y resulta que todas las expresiones artísticas que se estudian están formadas por un 90% de autores; es decir, las autoras no están. ¡Todavía está pasando esto en la Facultad de Bellas Artes, que es un poco el epítome de la vanguardia y de la libertad de pensamiento!», exclama.

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