China y Taiwán, dos realidades y una misma pena de muerte
A pesar de sus profundas diferencias en cuanto al respeto de los derechos civiles y en el sistema político, Pekín y Taipei mantienen la pena capital en sus legislaciones, lo que arroja dudas sobre sus respectivos compromisos con los derechos humanos.
Aun lado, un régimen de partido único que encabeza las estadísticas globales de penas capitales; al otro, una democracia formalmente consolidada en Asia con libertad de prensa, elecciones libres y una vibrante sociedad civil. China y Taiwán representan modelos de gobernanza diametralmente opuestos; no obstante, mantienen una característica que contradice sus respectivas narrativas oficiales sobre los derechos humanos: la pena de muerte sigue siendo legal y, aunque con enormes diferencias, se aplica en ambos países.
Mientras que en la República Popular China las cifras exactas de ejecuciones siguen siendo un secreto de Estado –aunque Amnistía Internacional estima que se cuentan por miles cada año–, en Taiwán la cifra es mucho menor. La última ejecución tuvo lugar en enero de 2025 y actualmente hay 36 personas en el corredor de la muerte, mientras que las autoridades insisten en todo caso en que su aplicación es excepcional.
Herencia autoritaria
«Taiwán ha superado una dictadura y es hoy una democracia consolidada y debería tomar la iniciativa de abolir la pena de muerte en toda la región de Asia», explica a NAIZ Yu-Jie Chen, profesora de Derecho en el Instituto de Derecho de la Academia Sinica y experta en justicia constitucional. Recuerda que la pena capital en Taiwán tiene raíces en la época autoritaria del régimen del Kuomintang (Chiang Kai-shek, enemigo jurado del PCCH) cuando se recurría a ella tanto para delitos comunes como para reprimir la disidencia política. Aunque desde entonces se ha reducido su aplicación y se han introducido garantías legales, su permanencia sigue siendo una herencia incómoda.
El año pasado, el Tribunal Constitucional del país emitió una esperada sentencia que muchos esperaban como un paso decisivo hacia la abolición, pero no fue así: el tribunal evitó declarar su inconstitucionalidad, aunque endureció los requisitos para imponerla, como por ejemplo exigir la unanimidad de los jueces. «Nadie quedó satisfecho», comenta Chen. «Los defensores del castigo lo vieron como un obstáculo encubierto y los abolicionistas, como una oportunidad perdida», asegura la académica.
Liang Tsuying, directora de la Taiwan Alliance to End the Death Penalty (Alianza de Taiwán para acabar con la pena de muerte), coincide en que el principal escollo es político. «El problema no es legal, ni siquiera social: es la falta de coraje entre la clase política», afirma la activista. Ni el Gobierno ni el Parlamento ni los principales partidos, incluido el proindependentista y progresista Partido Democrático (DPP), han tomado medidas claras para avanzar hacia la abolición de la pena capital. De hecho, recuerda Liang, desde 2016 han sido ejecutadas tres personas: una durante un mandato del KMT (Kuomintang, el partido conservador) y dos bajo administraciones del DPP, a pesar de que sus estatutos apoyan formalmente la abolición de la pena de muerte.
Para E-Ling Chiu, directora de Amnistía Internacional (AI) en Taiwán, el problema también radica en el discurso público. «El sistema judicial no goza de gran confianza, pero al mismo tiempo la mayoría de la población apoya la pena de muerte. Es una contradicción peligrosa: muchos no creen en los jueces, pero les otorgan poder absoluto sobre la vida», sostiene. Una encuesta de 2024 reveló que el 83% de los taiwaneses está a favor de la pena capital, aunque el 63% de los ciudadanos no confía en el sistema judicial, al que otorgan la potestad de decidir sobre la vida de los condenados.
Lejos de china
El impacto emocional de ciertos crímenes graves, como casos recientes de abusos infantiles, ha avivado las llamas del punitivismo y ha sido aprovechado por partidos conservadores como el KMT para pedir incluso un referéndum nacional sobre la pena de muerte. «Es un uso irresponsable de una cuestión muy seria con fines electorales», lamenta la directora de AI en la isla.
A pesar de todo, las tres expertas coinciden en que la transparencia y las garantías procesales en Taiwán distan mucho del modelo chino. Mientras en la República Popular las ejecuciones se ocultan y la represión política forma parte del sistema, en Taiwán existe acceso a los datos, defensa legal obligatoria en todas las instancias y revisión judicial garantizada. «Pero incluso con estas garantías, hemos tenido casos de condenas injustas, como las de Chiou Ho-shun y Wang Hsing-Fu, que llevan años luchando para demostrar su inocencia» recuerda Liang.
Si bien es cierto que Taiwán no es China, tampoco es todavía Europa. Y su posición internacional, a caballo entre la marginalidad diplomática y el deseo de reconocimiento, coloca la cuestión de la pena de muerte en el centro de un dilema más profundo: el de su identidad como nación. «El uso de la pena de muerte daña su imagen internacional», advierte Chiu. «Los países que se consideran democráticos –y quieren ser percibidos como tales– ya la han abolido o están en camino de hacerlo. Si Taiwán quiere fortalecer su soft power, no puede permitirse este tipo de contradicciones», prosigue.
«El miedo a perder votos frena cualquier reforma», denuncia Liang, aunque añade que la presión internacional también tiene una cierta repercusión en la isla. Pese a que Taiwán no es miembro de las Naciones Unidas, ha ratificado acuerdos internacionales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Iccpr), y ha recibido misiones de revisión internacional que han exigido reiteradamente la abolición de la pena de muerte. La participación de jueces extranjeros, la presentación de amicus curiae y la colaboración con organismos como la Federación Internacional de Derechos Humanos han contribuido a introducir estándares internacionales en el debate jurídico local sobre esta materia.
Pero lo que está en juego, según Chiu, no es solo una política penal, sino la imagen global de Taiwán como democracia. «Los principales países del mundo que actualmente aplican la pena de muerte son China, Irán, Arabia Saudí y Yemen; en 2024, solo 15 países llevaron a cabo ejecuciones», asegura la directora de Amnistía Internacional, preguntándose implícitamente si de verdad Taiwán quiere estar en esa lista de países.
¿Un futuro sin pena de muerte?
A pesar de las reformas legales y del esfuerzo sostenido realizado por las organizaciones civiles, el horizonte de la abolición sigue siendo incierto. Para la profesora Yu-Jie Chen, el escenario más probable para una eventual eliminación de la pena de muerte vendría de una sentencia directa del Tribunal Constitucional que la declare inconstitucional. Pero esa opción, señala con escepticismo, ha quedado descartada, al menos de momento, tras el fallo judicial de 2024: «No soy optimista sobre la abolición a corto plazo», Y reconoce que la vía judicial parece haber quedado estancada por ahora.
Desde el activismo, sin embargo, aún hay esperanza. Liang Tsuying cree que el trabajo de largo aliento como exoneraciones, reformas legales, presión internacional... acabará dando frutos. También E-Ling Chiu insiste en que la abolición no llegará por presión popular, sino por liderazgo político y por coherencia democrática y cree que si Taiwán quiere ser un modelo regional de derechos humanos tendrá que decidir si quiere seguir en el grupo de los países que ejecutan o unirse al de los que ya han superado esa etapa histórica.
Las organizaciones civiles han logrado exonerar a varias personas condenadas injustamente y participan activamente en revisiones legales, misiones internacionales y diálogos con los jueces constitucionales, pero el camino es lento y lleno de resistencias internas. «El liderazgo político no muestra voluntad real de reformar –afirma Chiu–. Y sin esa voluntad, ni siquiera la mejor sociedad civil puede lograr el cambio».
La paradoja está encima de la mesa: una isla democrática y plural que, sin embargo, mantiene una condena, la pena de muerte, arcaica compartida con algunos de los regímenes más autoritarios del mundo. Esta contradicción no solo socava sus credenciales en materia de derechos humanos, sino que limita también su proyección internacional como referente liberal en Asia.

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