Internados chinos para «reeducar» a los niños y las niñas tibetanas
Un millón de menores tibetanos viven en internados estatales gestionados por China donde se les prohíbe hablar su lengua, rezar o llevar símbolos budistas. El objetivo: eliminar la identidad cultural del pueblo tibetano. La justificación o excusa: acabar con un arcaísmo socio-cultural religioso.

Cerca de un millón de menores tibetanos, algunos de apenas cuatro años de edad, han sido internados en escuelas residenciales estatales donde se les separa de sus familias, se les obliga a hablar únicamente en mandarín y se les castiga por rezar o portar amuletos budistas. Así lo denuncia un nuevo informe de Tibet Action Institute (TAI), que acusa al Gobierno chino de llevar a cabo una campaña sistemática de asimilación forzada destinada a eliminar la identidad cultural y religiosa del pueblo tibetano desde la infancia.
El informe, titulado ’When They Came To Take Our Children’ (‘Cuando vinieron a llevarse a nuestros hijos’), se basa en testimonios de personas que han huido recientemente de la Región Autónoma del Tíbet y de provincias chinas con población tibetana, así como en fuentes chinas oficiales, documentos académicos e informaciones de medios de comunicación. Según el Tibet Action Institute, entre 800.000 y 900.000 menores tibetanos de entre 6 y 18 años están internados en estas escuelas. A ellos se suman, según cálculos del sociólogo educativo Dr. Gyal Lo, unos 100.000 niños y niñas de entre cuatro y seis años que asisten a internados preescolares.
en dos generaciones Estos centros, presentados por China como una forma de garantizar «educación de calidad en zonas rurales», imponen una inmersión completa en cultura y lengua china. El tibetano se reduce a una materia secundaria, si se enseña. «Cuando los menores regresan a casa, ya no pueden hablar con sus abuelos», explica un testimonio recogido en el informe: «Corrigen a sus familias y les piden hablar en mandarín». Esta realidad, documentada por esta organización, revela una política sistemática de asimilación que amenaza con borrar en dos generaciones la lengua y cultura tibetanas.
«China está utilizando a los niños tibetanos como la última frontera en su batalla por eliminar la identidad, la lengua y la cultura tibetanas», afirma el Dr. Lo, que ha sido testigo directo del impacto de estas políticas en su propia familia. Dos sobrinas-nietas suyas, según relata, regresaron a casa tras solo tres meses en una escuela preescolar sin poder comunicarse en su lengua materna. «Se habían convertido en extrañas en su propia casa», lamenta.
Cultura y lengua
El objetivo, denuncian tanto el TAI como organizaciones como Human Rights Watch, es imponer el mandarín como lengua exclusiva de enseñanza y reforzar la lealtad ideológica al Partido Comunista Chino (PCCh). «Es un intento de alejar a los niños de sus familias y comunidades, expandiendo el control del Estado sobre lo que aprenden y piensan», explica Freya Putt, autora del informe y directora de estrategia de TAI con sede en el exilio de EEUU.
De este modo, Pekín pisotearía los artículos 4 y 19 de su propia Constitución, que estipulan que «todos los grupos étnicos tienen libertad para usar y desarrollar sus propias lenguas y escrituras» y que «el Estado protege las culturas de las minorías étnicas y promueve su prosperidad», así como «garantiza el derecho de las minorías a utilizar sus lenguas en educación, administración y vida social». La propia Ley de Educación de 201 asegura en su artículo 12 que «las instituciones educativas en regiones étnicas deben, según necesidad, impartir enseñanza bilingüe (lengua local + mandarín), protegiendo la herencia cultural de las minorías».

Según los testimonios recogidos, en estas escuelas se prohíbe portar amuletos budistas (sungdue), rezar o utilizar el idioma tibetano. Un antiguo alumno relató que los estudiantes eran golpeados si no mantenían limpias las habitaciones y una maestra en prácticas describió en su diario cómo los niños dormían atados en literas para evitar que cayeran y cómo, en la siesta, tenían que apoyar la cabeza sobre los pupitres.
La historia de Yangkyi Dolma Sangpo, una joven tibetana-australiana de 25 años, ilustra el efecto devastador de este sistema en la vida cotidiana. Sus padres huyeron del Tíbet cuando ella tenía apenas cuatro meses, dejando a la niña al cuidado de su abuela. «Mi padre había tenido problemas con el gobierno chino por transportar textos budistas desde India», explica Yangkyi.
Aunque creció en una aldea con su abuela, fue escolarizada en mandarín. A los seis años, las autoridades cerraron su escuela local y fue enviada a un internado estatal. Allí, hablar en tibetano estaba mal visto, y las prácticas religiosas eran fuertemente desaconsejadas. «Cuando regresaba a casa, mi familia no hablaba mandarín y yo ya no sabía comunicarme con ellos. Incluso corregía a mi abuela si decía algo en tibetano», recuerda.
Gracias a una excusa médica –alegando una afección renal infanti–, sus padres lograron mantenerla lejos del internado y más tarde la inscribieron en una escuela privada que sí enseñaba cultura tibetana. En 2010, tras un largo proceso, pudo reunirse con su familia en Australia, pero el precio de esos años, admite, fue la desconexión emocional y lingüística con sus familiares más cercanos.
China niega las acusaciones
Las autoridades chinas niegan cualquier intento de asimilación. En una carta enviada al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la misión permanente de China ante la ONU afirmó que «el país prioriza el derecho de los estudiantes de las minorías étnicas a aprender tanto en la lengua nacional como en la suya propia» Según esta versión, las acusaciones de asimilación cultural «carecen completamente de fundamento».
La maquinaria mediática del Partido Comunista también ha salido en defensa del sistema. Vídeos en redes como Douyin (la versión china de TikTok) muestran escenas idealizadas de alumnos sonrientes, aulas modernas y actividades al aire libre. Las piezas subrayan que el ingreso en los internados es voluntario, que se ofrece alimentación gratuita y que se enseña en tibetano y mandarín.

Sin embargo, informes como el del Tibet Action Institute documentan una realidad muy distinta: intimidación a las familias que se resisten a enviar a sus hijos, vigilancia constante de los diplomáticos extranjeros en la región, y restricciones severas al acceso de periodistas.
Incluso los tibetanos en el exilio enfrentan intimidaciones por parte del aparato de seguridad chino. Basta con una llamada o un mensaje desde el extranjero para que sus familiares en el Tíbet sufran represalias. La joven Yangkyi Dolma Sangpo, exiliada en Australia, cuenta que tras mantener una conversación en línea con un pariente en el Tíbet, este desapareció durante semanas. En medio de este silencio forzado y del miedo constante, se está formando una generación de tibetanos que piensan en mandarín, que desconocen las tradiciones de sus ancestros y que crecen ajenos a su espiritualidad. La educación, que debería ser una herramienta de progreso, se ha transformado en un instrumento de control y borrado cultural. El objetivo no es solo crear ciudadanos productivos, sino también eliminar cualquier atisbo de identidad nacional o resistencia.
Amenaza existencial
Figuras como el ex relator especial de la ONU sobre cuestiones de las minorías, Fernand de Varennes, opinan que lo que ocurre en el Tíbet representa una amenaza existencial. «En dos generaciones, si esta situación no mejora, la lengua, la identidad y gran parte de la cultura tibetana habrán desaparecido», advirtió en una entrevista reciente. Los expertos alertan de que la política educativa es solo una parte del engranaje de control: se suma a la represión religiosa, las restricciones al movimiento, la negación de pasaportes a los ciudadanos tibetanos y la imposibilidad de comunicarse libremente con el exterior.
En este contexto de miedo y silencio, muchos tibetanos consideran la escolarización forzada como el arma más eficaz para erradicar su cultura. «Ya no necesitas reprimir con violencia a los adultos si puedes moldear desde pequeños a sus hijos», concluye el Dr. Lo.

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