Calumnias, olvidos y verdades a medias

La síntesis le juega en contra, a la autora Lillian Hellman (Nueva Orleans, 1905 - Tisbury, 1984), una de las plumas más aplaudidas, luego olvidada y ahora cuestionada aun entre el olvido. Pero quizás hoy, cuando incluso Milli Vanilli se están revalorizando, sepamos dar un contexto a las licencias y un aplauso genuino a los logros –no escasos– de Lillian Hellman.
Empecemos por la obra: tanto ‘La loba’ (1941) como ‘La calumnia’ (1961), ambas dirigidas por William Wyler, y luego ‘La jauría humana’ (Arthur Penn, 1966), se despliegan como elegantes y sorprendentemente modernos estudios de caracteres alrededor de quienes atizan el odio y la mentira en Estados Unidos, en épocas de pos-Depresión, guerra e híper vigilancia del discurso público «anti-americano». Pero ya desde su debut en el cine, ‘El ángel de las tinieblas’ (1935), Hellman dio voz a los traumas que atenazaban el presente inmediato, siempre posicionándose a la izquierda (blanca, con pantalones, pero izquierda). Abiertamente comunista, se mantuvo incólume como pocas ante los tribunales del Macartismo… Aunque, muy pro-Stalin, tampoco dio brazo a torcer cuando empezaron a conocerse los horrores del Holodomor.
Participó, como adaptadora o como adaptada, en películas de Lewis Mileston y William Dieterle, entre tantos otros, y también colaboró, aunque sin acreditar, en uno de los documentales fundamentales de la izquierda cinematográfica, ‘Tierra de España’ (1937), junto con Ernest Hemingway y John Dos Passos. Ni cuando llevaba veinte años en activo escribiendo teatro se la reconoció al nivel de Arthur Miller, Tennessee Williams o Edward Albee, posteriores y todos deudores de las obras de ella.
Así que Hellman sacó buena punta de un género históricamente más amable para las mujeres: la autobiografía. Nutrió la mitología sobre su largo romance con Dashiell Hammett, y firmó hasta tres memorias muy exitosas. Destaca ‘Pentimento’ (1973), adaptado al cine por Fred Zinnemann en ‘Julia’ (1977) y que luego Muriel Gardiner reclamó como un plagio de su propia vida. En efecto, la escritora hinchó e inventó buena parte de lo que publicaba sobre sí misma en obras que, decía, “no tienen mucho que ver con la verdad. Es como si hubiera encajado las piezas de un rompecabezas y luego un niño lo volcara y tirara algunas”. Con todo, estaba sentando las bases para la escritura del yo posmoderna.
Su sagaz coetánea Mary McCarthy dijo de ella que “todo lo que escribe es falso, incluyendo las ‘y’ y los ‘el’ y ‘la’”. Razón no le faltaba, ni razones (trotskista, mucho menos acaudalada); se odiaron hasta la muerte de Hellman, en pleno juicio por difamación. Pero todo lo que se ha escrito sobre su litigio se ha descuidado de la obra de ambas. Zinemaldia ha sido una puerta fantástica para ello.

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