La tristeza del lobo solitario
[Crítica: 'Illang: The Wolf Brigade']
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Un festival de cine es esa celebración en la que los amantes del séptimo arte se unen para compartir su adoración por los dioses de su particular religión. El trato con la organización consiste, grosso modo, en dejarse la salud a cambio de renovar, antes que la mayoría de mortales, el sagrado pacto que nos une a los autores, esos seres superiores que exponen su vida en sus respectivas obras, y que se prestan por ello al juicio ajeno. Ser artista puede ser, lo sé, la tarea más desagradecida del mundo. Más aún cuando entendemos que un certamen cinematográfico se levanta también con la inmolación de estas divinidades. Lo llaman sacrificio de sangre, y no falla. En Cannes, en Berlín, en Venecia... y por supuesto, en Donostia. En todos estos suntuosos templos politeistas, se encumbra y se destruye por igual.
Por supuesto, el óptimo deseable consiste en que nadie se haga daño. En que todo el mundo salga reforzado de la cita. Pero esto nunca sucede. La pregunta, maldita crueldad, consiste en saber quién pondrá primero el cuello en la guillotina. Y salimos de dudas: con profundo pesar debo admitir que ‘Illang: The Wolf Brigade’, es de momento la gran decepción de este Zinemaldia. Su director, el coreano Kim Jee-woon, causó sensación (y estragos) aquí mismo en 2010, con aquel endiablado thriller de venganzas titulado ‘I Saw the Devil’. Muchos le descubrimos en aquel momento, y algunos decidimos seguir hurgando en la filmografía de un director que resultó tener un don para las escenas de acción, así como para preparar el clima perfecto para dichos picos de adrenalina.
‘A Bittersweet Life’ y ‘El bueno, el malo y el raro’, por ejemplo, acreditaban la condición de superdotado de un artista que se enfrentaba a los retos habituales de las grandes producciones con un pulso y una personalidad igualmente desbordantes. Con él dirigiendo, la cámara parecía tomar parte en las peleas, y propinaba siempre la patada definitiva. Total, que era cuestión de tiempo el que Hollywood le tentara. En 2013, el hombre probó suerte en EE.UU., y superó el reto (titulado ‘El gran desafío’) con solvencia... pero sin aquella potencia de antes. A partir de ese momento, su carrera entró en declive. En una cuesta abajo sin frenos que hoy mismo pareció tocar fondo.
Esta adaptación del anime de Mamoru Oshii, financiada y exportada con capital americano, pareció ser la funesta confirmación de la deriva total de un autor convertido ahora en marioneta de las majors. Recordar que veníamos de la descaradamente académica ‘El imperio de las sombras’. Ahora, Warner Bros y Netflix juntan esfuerzos para situarnos en un futuro próximo con tintes distópicos. En él, las dos Coreas se han juntado, pero a costa de unas tensiones geo-políticas insalvables.
Para poner orden entre norte y sur, se crea una brigada de soldados con claros tics fascistoides. Las armaduras de estos neo-samuráis recuerdan sospechosamente a los uniformes de los soldados del Tercer Reich, y en efecto, el grado de humanidad que muestran cuando están de servicio, es más o menos el mismo. La historia sigue los pasos de uno de estos combatientes, alguien con dudas morales concerniendo a sus superiores. La autoridad, supuesta garante de la paz social, se ensombrece como la peor de las amenazas. Por latitudes y por opiniones, podríamos estar muy cerca de Bong Joon-ho, pero no. Esto son las antípodas. Aquí no manda el director, sino unos productores que siguen, a ciegas, un manual desfasado. Tanto en la estética como en el uso de los golpes de efecto. Cada giro de guion y de cámara lo hemos visto antes, y claro, se ve venir a la legua.
Kim Jee-woon se enreda en un texto absurdamente trabado, que duplica los personajes y las tramas del material original: Oshii se centraba en las relaciones humanas entre dos personas políticamente antagónicas. No hacía falta más. Aquí hay espías, infiltrados, dobles o triples identidades... No para ofrecer una imagen general más detallada, sino para sumar minutos de metraje; a lo mejor para provocar más violencia. A esto último se acaba reduciendo todo el interés de la propuesta. En ver si el director seguirá en buena forma física. Pues no. Nada. A los diez minutos se puede haber perdido perfectamente el hilo de la trama. No se sabe si por torpeza narrativa o si por ineptitud a la hora de invocar cualquier tipo de interés. El que sea. Al final, Kim Jee-woon deja demasiado claro que solo entiende las imágenes de Mamoru Oshii en su vertiente más literal. Los personajes del primero se parecen, en apariencia, a los del segundo, pero espiritualmente, los de la adaptación están huecos.