Viaje a ese agujero
[Crítica: ‘High Life’]
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Un astronauta se halla en plena misión espacial. Se ha embutido en su traje, ha sellado la escafandra y ha salido al exterior. Al negro y frío absoluto de lo desconocido. Su nave, rumbo al agujero negro más cercano al Sistema Solar, ha sufrido una serie de desperfectos que tienen que ser reparados desde el exterior. Máxima tensión, máximo riesgo... magnificado, para más inri, por una situación aún más atípica. Durante su excursión, el astronauta tiene que echar un ojo a un bebé que está a bordo. En efecto, el hombre no está solo en la nave, y de algún modo u otro, tiene que hacer malabares: conciliar su vida laboral con la familiar. Es cuestión de vida o muerte; no le queda otra.
De modo que mientras ejecuta las tareas, va tranquilizando al retoño con el efecto sedante de su voz, llevada esta a través de las ondas de radio. Y así está la atención del protagonista, entre los estímulos visuales y los auditivos. Cables y tuercas en los ojos; respiraciones profundas y berridos en las orejas... imposible concentrarse, y en efecto. Al enésimo lloro de crío, el astronauta pierde la calma y sus dedos dejan escapar la herramienta con la que estaba trabajando. Esta sale disparada y desaparece precipitándose rápidamente... hacia abajo.
En esta primera escena, Claire Denis ha sentado magistralmente las bases sobre las que levantará su nuevo trabajo. ‘High Life’, que así se titula, es una entrada única en la a estas alturas sobadísima space opera. Quienes albergaban esperanzas en esta idolatrada directora francesa, y confiaban en que dicha película iba a suponer un soplo de aire fresco dentro del género, están de enhorabuena. A pesar de que la casilla de salida, el destino y el rumbo nos remitan a otros films, series y novelas, lo interesante (y en ocasiones, frustrante) es ver cómo esta cineasta va conectando los puntos, el tiempo que se toma entre unos y otros, las extrañas trayectorias que dibuja para a veces estrellarse con ellos, y a veces pasar tangencialmente por su órbita.
La historia, cuya premisa nos viene introducida de forma tosca por un flashback aparentemente poco justificado, está encerrada en el atípico diseño de una nave que en realidad es una prisión. En un futuro no-concretado, se llevan a cabo experimentos extremos en el único lugar libre del control de cualquier jurisdicción. Algunos presos pueden condonar su condena a cambio de participar en dichas investigaciones, la cuales, por si todavía no se había entendido, se desarrollan en el cero absoluto del cosmos.
Claire Denis rompe el continuo espacio-tiempo fragmentando y desordenando la narración, y jugando también con el tipo de filmación. El formato digital da paso al de VHS, y este al de una imagen granulada que nos remite a un pasado que, no lo olvidemos, en realidad es futuro. Intenciones transgresoras y valientes (como le pedíamos) que se desarrollan de forma no tan ágil a como están presentadas.
Volvemos al astronauta, al bebé y a la herramienta escurridiza. Cuando esperábamos que esta desapareciera lentamente en el negro infinito, nos descolocó confirmando, casi a la velocidad de la luz, la aplicación de todas las leyes de Newton. Adiós a la ausencia de gravedad. A lo mejor por limitaciones productivas; a lo mejor (y esto es más probable) para incidir en esa sensación de desazón imperante en todo el relato.
Mirando hacia el mañana, Claire Denis opina que la humanidad no tiene futuro. La misión de su nave es un viaje de ida sin vuelta posible. La única ventana que conecta con el exterior está en la parte posterior de la embarcación: impidiendo que los navegantes comprueben hacia dónde se dirigen... y recordándoles que se están alejando del hogar. El micro-cosmos o laboratorio social que configura su tripulación, nos habla de un mundo híper-tecnificado, en el que el cuerpo humano enferma, en el que los métodos reproductivos pasan por la frialdad de los utensilios quirúrgicos, y en el que, por consiguiente, el amor no tiene cabida. Su lugar lo ocupan nuestras pulsiones más oscuras, aquellas que nos recuerdan, constantemente, nuestra parte animal.
‘High Life’ y Robert Pattinson, su protagonista, se mueven precisamente como esto. Como un cánido salvaje, enjaulado en un entorno desquiciantemente artificial. En un irónico recordatorio de que debe olvidar sus orígenes. Claire Denis, sin concesiones. Su periplo espacial llega al espectador sin preocupación alguna por ser comprensible... mucho menos simpático. En la sinceridad y coherencia del producto para con sus propios objetivos, está gran parte de su encanto. Su carácter único no se entiende sin esta actitud... y es precisamente ahí, también, donde se encuentra el maldito agujero. Por ahí mismo va a escaparse el interés y la empatía de buena parte del público. Nacida para dividir; para pelear. Claire Denis en estado puro.