Recuerdos y postales de Zinemaldia
[Crítica: ‘Rifkin's Festival’]
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El punto de partida es el siguiente: un hombre de avanzada edad entra en la consulta de su psicólogo de cabecera y empieza a vomitar todas sus memorias. Sus preocupaciones, sus inquietudes… sus neuras. Resulta que acaba de llegar de un festival de cine, y que allí su vida ha dado un vuelco. ¿Pero qué ha pasado, exactamente? Pues bien, lo que cabía esperar; lo de siempre: él, un romántico e hipocondríaco empedernido, acompañaba a su esposa, reputada agente de uno de los talentos más al alza del séptimo arte. Ella, estaba precisamente volcada con todas las necesidades de ese joven cineasta… a lo mejor demasiado.

Y si todo esto suena a canción repetida, es porque efectivamente se trata de la nueva película de Woody Allen, el hombre con más de una cincuentena de films (solo como director) en su hoja de servicios. El artista que, sobre todo a lo largo de la última década, había emprendido claramente la siempre ardua senda de la intrascendencia. Ahí estaba él, año tras año, taladrando (en el buen sentido) con sus neuras; con aquella gracia que antes contaba con nuestra complicidad, y ahora… bueno, digamos que ya no tanto.
Digamos también que el mundo ha cambiado desde que se estrenara, por ejemplo, “Lily, la tigresa” (el primer largometraje de este director) o, por poner otro clásico del mismo año, “Persona”, de Ingmar Bergman. Aquello era 1966, y esto es 2020… lo que pasa es que algunos se mueven con idéntica actitud tanto en un año como en el otro. «¡Maestro!», exclaman unos, «¡Dinosaurio!», escupen otros. Y este es el quid de la cuestión con cualquier película de Woody Allen que ahora mismo consiga ver la luz: ¿Se puede separar la obra del artista? La pregunta del millón.
En el caso de “Rifkin’s Festival”, película inaugural de la 68ª edición de Zinemaldia, la respuesta está clara: NO. Ahí está la gracia… o la incomodidad, cada cual con su sistema de prioridades. Sea como fuere, en esta «ficción» cinematográfica, ellos babean por ellas, y ellas (normalmente más jóvenes que ellos) caen rendidas ante el irresistible carisma de sus -veteranos- compañeros de baile. No importaría demasiado, o no debería, porque para bien o para mal, el mundo de Woody Allen se extingue.
Pero hay quien, con sus argumentos (cuya legitimidad no discutiré aquí), se niega a esperar y quiere darle ya el golpe de gracia. Y aquí estamos, una vez más, prestando más atención al paisaje, y no tanta a la acción que se desarrolla en el primer plano. Del mismo modo, “Rifkin’s Festival” nos presenta a Wallace Shawn (alter ego de turno de Woody Allen) yendo al cine junto a su esposa fílmica (Gina Gershon, reina del trash) y su más-que-posible-amante, Louis Garrel (quien podríamos decir que, en honor a su propio linaje, se interpreta a sí mismo). Un triángulo cómico-amoroso que se disuelve… porque justo en la fila de atrás está ni más ni menos que Jose Luis Rebordinos, director de Zinemaldia.
Como decía, el cameo importa más que los personajes principales, o si se prefiere, el escenario luce con mayor intensidad que la historia que alberga. Como ya hiciera con Barcelona, Roma, París y, de hecho, todas las ciudades que ha visitado a lo largo de su prolífica carrera, Woody Allen aprovecha la excusa para rendir homenaje a este lugar que se presta, con facilidad casi insultante, a la pose de postal. Ahí está el Kursaal, y el paseo de la Concha, y los aledaños del teatro Victoria Eugenia, y el Palacio de Miramar, y el Boulevard, y la Batería de Monpás… Y de verdad, lo que pasa en todas estas localizaciones, es lo de menos.
Digamos, para entendernos, que la buena noticia es que Zinemaldia se convierte en el recipiente ideal para la cinefilia «allenesca». El amor que el director neoyorkino siente por los clásicos del séptimo arte se concreta aquí en una serie de sueños en blanco y negro en los que Itziar Castro hace de musa de Federico Fellini, Elena Anaya nos recuerda la maestría de Ingmar Bergman con los planos cortos, Louis Garrel revive las filias y vicios de Luis Buñuel y Richard Kind se encarna en figura paterna de los magnates de Orson Welles.
La posmodernidad cinéfila convertida en gesto anticuado; en chascarrillo, en un atajo para la risa efímera de ese espectador que sigue necesitando sentirse inteligente. Suena esnob y, efectivamente, lo es. ¿Vacío y carente de significado? Puede que también, pero a mucha honra. A estas alturas, Woody Allen no engaña a nadie: sus películas están ahora para que salgamos reafirmados en nuestras convicciones. A todo esto, el director de fotografía vuelve a ser el ilustre Vittorio Storaro, quien baña con su luz anaranjada de atardecer, tanto los exteriores como los interiores donde se desarrolla esa trama que se puede sintetizar con cuatro palabras: «A propósito de nada». ¿Crepuscular o decante? La respuesta corre al gusto del espectador.