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Juicios de ayer y de hoy

[Crítica: 'Akelarre']

Víctor Esquirol

En un pueblo indeterminado de la geografía vasca, un grupo de chicas juega alegre y despreocupadamente por los bosques vecinos. Corren y se esconden entre sus árboles, bailan bajo sus protectoras ramas y después, cantan a pulmón limpio al borde de un acantilado. El viento se lleva sus palabras y las proyecta sobre un mar infinito; las hace navegar por una masa de agua que es también el camino para llegar a nuevos mundos. A lugares donde, tal vez, sí puedan expresarse (y de hecho, existir) con total libertad.

Porque a todo esto, un juez eclesiástico que ha recibido el encargo real de purificar la región, se dirige hacia donde están ellas. El hombre vive obsesionado por dicha misión; por la amenaza fantasmal de unas criaturas y de unos ritos de idéntica naturaleza satánica. «Brujas…», murmura, «¡Brujas!», proclama a los pocos segundos, sin antes haber aportado al caso ninguna prueba mínimamente concluyente. La nueva película de Pablo Agüero (director argentino que ya presentó su último trabajo a Competición por la Concha de Oro) se articula a partir del choque injusto provocado por un proceso que paradójicamente debería administrar justicia.

Por cierto, la fecha en la que transcurre la acción es 1609, «año de Nuestro Señor»… pero tanto el productor Koldo Zuazua como, de hecho, la propia película, dejan claro que el espíritu malévolo de esta historia campa a sus anchas en nuestros días. Ahí está la -perversa- gracia, en la manera en que el texto co-escrito por Katell Guillou y el propio Pablo Agüero traza una aterradora parábola entre el pasado y el presente. De lo que se trata en este ejercicio de oscuro y sugestionado realismo histórico (un poco en la línea de ‘The Witch’, de Robert Eggers) es de mirar para atrás con la intención de entender mejor algunos de los males que seguimos teniendo enquistados (como individuos, como sociedad).

Al igual que con ‘Eva no duerme’, Pablo Agüero nos habla de un mundo de hombres en constante batalla (consigo mismo, también) para someter a la peligrosamente idealizada (o demonizada) figura de la mujer. Ellos contra ellas, en una lucha descompensada con fuerte carga alegórica. Los juicios que en siglo XVII se celebraban con la -mala- excusa de la brujería, son el reflejo en diferido de las reacciones alérgicas que el viejo mundo siente ante los nuevos retos lanzados por las olas feministas y por los complejos encajes identitarios.

Poderosos contra desvalidas; represores contra oprimidas… hasta que, a lo mejor, se cambien las tornas. La sororidad y las lenguas minoritarias (el euskara, para ser más exactos) como último refugio de la humanidad ante una barbarie grotescamente disfrazada de civilización. El maniqueísmo con el que Pablo Agüero dibuja a los dos bandos enfrentados se justifica visualmente, pero también por la propia naturaleza de los actos de los contendientes. Primero, la iluminación naturalista con la que trabaja el director de fotografía Javier Agirre Erauso propone un vistoso juego de luces y sombras que ayuda a plasmar las pulsiones celestiales y demoníacas que laten en el relato.

Después está el dibujo de unos personajes que parece que solo puedan ser clasificados como «buenos» o «malos». Porque efectivamente, en estos juicios son el Bien y el Mal los que se ven las caras. En un lado tenemos la inspiradora presencia de Amaia Aberasturi, encarnación de una bondad que se expresa como sincera muestra de solidaridad hacia los seres que más la necesitan, pero también como enérgica (y algo «malickiana») celebración de la vida; de los elementos naturales que le dan forma. Mientras, la maldad toma la gélida temperatura de la mirada y de la voz de un Àlex Brendemühl en su salsa.

El políglota intérprete se pone en la piel de un magistrado inquisidor que irónicamente siente un rechazo enfermizo hacia todas las personas que no se expresen «en cristiano». Cada palabra y gesto que salen de él emanan la violencia que, desgraciadamente, sigue moldeando nuestro mundo. La mueca de ese político que no entiende que no se use «la lengua de todos»; el trato vejatorio propinado por ese hombre que no tolera que una mujer goce de los mismos privilegios que él. En este sentido, ‘Akelarre’ es, como se ha dicho, la escalofriante ilustración de un episodio histórico que tiene mucho de crónica de rabiosísima actualidad.

Pablo Agüero se entrega a la causa con el espíritu que esta exige: con la fuerza y el arrojo de quien no tiene miedo a hacer el ridículo, pero también con la inteligencia de quien sabe que debe jugar sus bazas con toda la astucia que le permitan las circunstancias. ‘Akelarre’ luce aquí como un acertado dispositivo capaz de apoyarse con firmeza en los temblorosos pilares ofrecidos por aquello que queremos ver y aquello que estamos dispuestos a creer. La narración va concretándose a partir de testigos ambiguos, de brutales interrogatorios en los que la verdad es lo de menos y de flashbacks que mienten y desmienten al mismo tiempo. Lo elíptico y lo explícito se funden así en un cuerpo que está a punto de ser calcinado (¿purificado?)… y que nos recuerda, de paso, el poder transformador y liberador de un relato que, en estas batallas, es claramente el argumento definitivo.