Sustento vital en el hilo musical
[Crítica: ‘El Gran Fellove’]
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Sin que nadie lo haya pedido, Matt Dillon nos abre las puertas de su apartamento, y sin que tampoco nadie le haya preguntado, empieza a volcar en nosotros su amor por la música latina. El hombre, que ahora mismo va en volandas de su propia pasión, se sitúa detrás de unos bongos y empieza a dejarse en ellos las palmas de las manos. Pica y repica contra un tejido que vive la escena con cierta indiferencia. Él busca cierta armonía en el sonido, pero no está claro que todo esto pase de la consideración de ‘ruido’.
En parte porque Dillon no calla. Sigue la percusión y él sigue hablando (no se sabe si de fondo o no); lo hace, al menos, sobre el motivo oficial que nos ha reunido, de nuevo, en una sala de cine. El hombre llega a la 68ª edición de Zinemaldia para presentar, fuera de la Competición por la Concha de Oro, su nuevo trabajo como director. Recordemos que la última vez que decidió ponerse detrás de las cámaras (de esto hará ya casi dos décadas), el experimento resultó en ‘La ciudad de los fantasmas’, un sudoroso thriller ambientado en las selvas del sudeste asiático.

Aquello fue, para entendernos, un campo de minas, un tropel de personajes y líneas argumentales que se pisaban las unas a las otras, un caos (incluso un desastre)… no exento de cierto carisma: el que late en los espíritus tan libres, que no se preocupan lo más mínimo por la impresión que causan en su audiencia. Pues bien, dieciocho años después de aquel paso en semi-falso, Matt Dillon reincide en el puesto de mando, esto sí, ahora desde los teóricamente más estables terrenos de la no-ficción. Da igual, porque los pecados son más o menos los mismos.
‘El Gran Fellove’ es un documental dedicado primero al ego de todas las personas dispuestas a dejarse entrevistar (Matt Dillon incluido, claro), pero sobre todo a la figura de Francisco Fellove, compositor y cantante cubano; artista fundamental (aunque históricamente en la sombra) para entender la evolución y expansión de la música de su país natal. La película se auto-define como un acto de «arqueología artística», pues su propósito es el de reivindicar; el de rescatar del olvido esas melodías, esos discos que, hasta hace nada, eran patrimonio exclusivo de la parroquia más melómana.
No hará ni dos días, el experto en la materia Julien Temple paseaba por este mismo festival su último trabajo, ‘Crock of Gold: A Few Rounds with Shane MacGowan’, una pieza que aunque en algunos momentos adoleciera de encorsetamiento con respecto a ciertos códigos televisivos, finalmente sobresalía por la arriesgada (y por esto brillante) decisión de dejarse empapar por el objeto de estudio. Así, el ‘típico documental’ sobre una celebridad acabó convirtiéndose en un más que interesante receptáculo para su incontenible personalidad.
Aquí, con ‘El Gran Fellove’, ocurre prácticamente lo contrario. Si bien dicho artista consigue asentarse en la omnipresencia (ya sea a través del montaje de material de archivo, de filmaciones del propoio Dillon o de entrevistas de cara a la cámara, casi siempre se está hablando de él), lo cierto es que, como ya sucediera en su primer trabajo como director, el resultado final se entiende sobre todo a partir de la acumulación descabezada. De la voluntad de quien mueve los hilos, tan obsesionado en ir sumando testigos y batallitas, que el ruido resultante de dicha aglutinación queda muy cerca de acaparar el primer plano.
Es como ver a un coleccionista cayendo en el síndrome de Diógenes: lo que hay en su apartamento es, ciertamente, un tesoro… lo que pasa es que cuesta horrores poner orden entre tanta joya. Es por esto que ‘El Gran Fellove’ pierde tantas veces el hilo narrativo, porque no hay nadie que esté ahí para coordinar las voces que conforman su relato. Unos quieren hablar sobre los cambios socio-políticos en la Cuba de la segunda mitad del siglo XX, otros sobre las influencias del jazz en la música latina (y viceversa), otros sobre la vida íntima de Francisco Fellove…
Unos empujan y otros estiran; unos van y otros vienen, y claro, la película va igual: se impone el desconcierto temático. Por suerte, por encima de todo esto, consigue escucharse, siempre, un hilo musical que se las ingenia para suplir las carencias de la narración. Así pues, estamos muy lejos de la investigación absorbente de Malik Bendjelloul en ‘Searching for Sugar Man’; también del calor humano que desprendían los ‘super abuelos’ de Wim Wenders en ‘Buena Vista Social Club’. En lugar de estos activos, queda el consuelo menor-pero-suficiente de esas composiciones pegadizas, de esa voz poderosa, de esos movimientos ardientes… de esa lista de reproducción que siempre nos acompaña, y que por esto, ya justifica la experiencia.