Rusia se juega su papel como actor geopolítico en la guerra en el Cáucaso Sur
Moscú trata por todos los medios de arrancar, de momento sin éxito, una tregua a Armenia y a Azerbaiyán en su «patio trasero».
El ministro de Exteriores ruso, Serguei Lavrov, recibió ayer en Moscú a su homólogo armenio, Zohrab Mnatsakanian, en un intento de frenar una crisis bélica que, dos semanas después de su inicio, amenaza con convertirse en una guerra total en el Cáucaso Sur.
El inquilino del Kremlin, Vladmir Putin, arrancó a última hora del viernes a ambos bandos, Azerbaiyán y Armenia, un compromiso de tregua humanitaria que dos días después seguía sin ser cumplido. Ciudades y pueblos del enclave armenio de Nagorno Karabaj y de Azerbaiyán seguían siendo bombardeadas sin piedad.
Esta crisis ha pillado en un mal momento a Rusia, con una sucesión de crisis en el que fue en su día el espacio soviético. A la revuelta en Bielorrusia contra el presidente Lukashenko, que supera ya los dos meses, se le ha sumado la grave crisis política en la república centroasiática de Kirguizistán.
Todo ello sin olvidar que el Kremlin está enfrascado en sus propios problemas internos, como la crisis económica –agravada por las sanciones occidentales y la pandemia– y el descontento popular hacia Moscú, que tiene en la revuelta popular en Jabarosk (Oriente Extremo) su máxima, y quizás contagiosa, expresión.
A ello se puede sumar, finalmente, la crisis en la relación estratégica de Rusia con Alemania por el envenenamiento del dirigente opositor Alexei Navalny.
Todo ello sirve para explicar, en parte, la tardanza y los titubeos de Moscú para implicarse en un conflicto, el de Nagorno Karabaj, donde se juega su papel como mediador y garante de la estabilidad en su patio trasero y, por tanto, como actor central en el escenario geopolítico mundial.
Un papel que Rusia comenzó a recuperar con la llegada del nuevo milenio tras el desplome de la URSS. La guerra de Kosovo (1999) y la invasión de Irak (2003) evidenciaron el desprecio de Occidente hacia una Rusia noqueada.
La Guerra de los Cinco Días en el verano de 2008, en la que Rusia neutralizó una ofensiva de Georgia y le arrebató Abjasia y Osetia del Sur, fue un primer aviso de que Moscú estaba de vuelta.
En medio de las Primaveras Árabes, y tras asistir indignada al derrocamiento y linchamiento de su aliado libio, Gadafi, impulsados por Occidente, Rusia decidió aprovechar el fracaso de aquellas revueltas contra los regímenes árabes y el repliegue estratégico de EEUU para implicarse directamente en la guerra siria en defensa del presidente Al-Assad.
Mientras en paralelo Putin daba un puñetazo en la mesa y se anexionaba Crimea y de facto el este de Ucrania como castigo por la revuelta del Maidan –a costa de sanciones occidentales–, el Ejército ruso desembarcaba en Siria. Su victoria sobre la rebelión armada siria catapultó a Rusia como actor central ineludible en Oriente Medio, desde Libia hasta Irán, y le volvió a abrir las puertas del estratégico continente africano.
Y, en esas, resulta que le estalla una sucesión de crisis en su tradicional área de influencia.
Centrándonos en la guerra en Nagorno Karabaj, resulta sintomático que tenga como escenario el que fue el primer conflicto que estalló en el contexto del derrumbe de la Unión Soviética. Un recordatorio de que muchos de los problemas que generó aquella implosión, tanto internos y estructurales, como de articulación territorial, siguen ahí, tercos.
Pero los mencionados titubeos de Moscú en la guerra en el Cáucaso Sur no se explican solo porque esta crisis le haya pillado desprevenido y con el pie cambiado.
Rusia quiere mantener su papel de árbitro, por lo que, de momento, no ha apoyado abiertamente a Armenia, país con el que tiene un acuerdo de defensa como aliado de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), y donde tiene una gran base militar.
Putin se ha escudado en que los combates se concentran en Nagorno Karabaj, que oficialmente no forma parte de Armenia, para invocar dicho acuerdo.
Y eso que está meridianamente claro que Azerbaiyán, y a sus espaldas Turquía, lleva desde el comienzo de la crisis la iniciativa militar. Y dispone de una clara superioridad militar sobre unos armenios que, eso sí, oponen una alta combatividad.
Tampoco hay que olvidar que Azerbaiyán es el socio económico más importante de Rusia en el Cáucaso Sur con un intercambio comercial anual de más de 3.000 millones de dólares, con un monto similar de inversiones mutuas y más de 700 empresas conjuntas, 300 de ellas fundadas exclusivamente con capital ruso.
Todo apunta a que Bakú (y Ankara) no tienen intención de llevar los combates a territorio de la República de Armenia para no obligar a Rusia a intervenir. Pero también está claro que seguirán atacando a Nagorno Karabaj para forzar una negociación que, por lo menos, devuelva a Baku territorios azeríes arrebatados por los armenios en una operación de limpieza étnica como «zonas de seguridad» en torno al enclave.
Rusia asiste con preocupación al desembarco de Turquía en el Cáucaso utilizando a los azeríes –turcomanos chiíes– como ariete. El neotomano presidente turco, Recep Tayip Erdogan, no oculta su ambición de llevar a esta región el modelo ruso-turco de reparto de poder, territorio e influencia imperante en Siria.
Rusia y Turquía, históricamente enzarzados en guerras hasta el hundimiento de sus respectivos imperios, el zarista y el otomano, mantienen una ambigua y tensa pero a la postre fructífera relación en la que, además de repartirse territorios áreas de influencia en Siria –y en Libia– y erigirse en actores indispensables en Oriente Medio, tienen importantes proyectos energéticos comunes. Además, sus coqueteos militares debilitan a la OTAN, de la que Ankara sigue siendo oficialmente aliado, además de su segundo mayor ejército.
A Rusia le viene al pairo que Turquía quiera cargarse al inoperante Grupo mediador de Minsk, que incluye a EEUU y al Estado francés. Otra cosa es dejar que se asiente en una región que considera como su zona exclusiva de intereses.
Lo que está fuera de duda es que la crisis bélica, en la que Azerbaiyán no se habría enfrascado si no hubiera sido animada por Turquía, ha hecho saltar por los aires el status quo en Nagorno Karabaj tras la victoria armenia.
Nada será lo mismo y el tiempo delimitará el alcance del cambio. Pero la estrategia rusa de vender armas a ambos países y semicongelar un conflicto para mantener debilitados a dos de sus vecinos está agotada.
Y, ahora, Rusia se juega su credibilidad. Y Putin su futuro político. Un futuro que se preveía largo y diáfano cuando hace unos pocos meses se aseguró la posibilidad de eternizarse en el poder –o en su caso, de controlarlo– en el referéndum de reforma constitucional.