Madres no hay más que unas
Empezó la 78ª edición del Festival de Cine de Venecia como vino haciéndolo en los últimos años: por todo lo alto. El calendario cinéfilo, ya lo sabemos, aprieta mucho; en algunas partes, especialmente. Es lo que pasa ahora mismo, en un septiembre abarrotado con tres de las grandes citas del curso.
Situémonos: estamos en la Mostra, y en un par de semanas estaremos en Zinemaldia... y entre una fiesta y la otra, está ese monstruo: Toronto, el certamen donde hay hueco para absolutamente todo. Y ahí está el «problema», en que antes de que el foco mediático se desplace a Canadá (en unos cinco días), Venecia siente que para entonces ya tiene que haber sacado a pasear la artillería pesada.
Total, que llegamos, demostramos pertinentemente que estábamos vacunados contra el coronavirus, y sin tiempo para más, nos topamos con el primer peso pesado de la Competición. La apertura (un verdadero honor, en el certamen donde nos encontramos) fue para Pedro Almodóvar, ni más ni menos.
El veterano cineasta manchego se plantó en la ciudad de los canales (por tercer año consecutivo) ahora para presentar su nuevo largometraje: ‘Madres paralelas’, enésima demostración del punto de perfecta maduración en el que, desde hará ya tiempo, se encuentra su arte.
Tocó reencontrarse, para la ocasión, con Penélope Cruz, y con Rossy de Palma, claro está... pero también tocó dar la bienvenida al jovencísimo talento de Milena Smit. Niñas, chicas, señoras... mujeres. El universo femenino almodovariano siguió creciendo, y de paso, cargándose de buenas razones. En apariencia, ‘Madres paralelas’ iba a consistir en esto; en estar en compañía de un cine con las virtudes de la orquesta más afinada. Se escuchó, una vez más, la partitura de Alberto Iglesias, y como de costumbre, los colores (en especial esos rojos más allá de la rojez) relucieron por obra y gracia de la mano maestra de José Luis Alcaine.
Todos los elementos, tanto delante como detrás de la cámara, rendían una vez más a su máximo potencial. Y como no podía ser de otra manera, dio gusto (mucho gusto) paladear cada escena propuesta, cada una de sus imágenes... y también cada arriesgadísimo giro de guion planteado.
Un plano detalle cenital de las manos de Penélope Cruz tecleando una dirección en internet, una toma general de un interior que olía a croquetas y tortilla de patatas, unos rostros muy humanos que pedían ser escuchados, pues tenían que contarnos esa verdad incómoda, dolorosa... pero que igualmente (o que precisamente por esto) debe ser afrontada.
Ahí estuvo el verdadero genio de Almodóvar, en la valentía y firmeza a la hora de encarar un riesgo que, para mayor fortuna, respondía a la más noble de las causas. ‘Madres paralelas’ es esto: la historia de dos mujeres hermanadas en las penas y las alegrías de la maternidad; una película deliciosa a nivel sensorial, superficial... pero que, al mismo tiempo, nos pide que excavemos para encontrar el –verdadero– sentido soterrado bajo cada situación.
El melodrama fundido con la tragedia. Lo íntimo y lo colectivo brillantemente juntados en un todo que apunta a la memoria histórica (con Almodóvar, esto es posible) no con gesto vengativo, sino con actitud bondadosa; con la decidida voluntad de desempolvar la turbiedad del pasado, para que al menos tengamos una visión más nítida (y por supuesto luminosa) del futuro que tendremos que habitar juntos.
Y por si no había suficiente con este contundente golpe de cine elevado a la máxima potencia, la sección secundaria Orizzonti tuvo a bien abrir su propia competición con otro acierto rotundo. Thomas Kruithof trajo ‘Les promesses’, elegante, sesudo y acertadísimo thriller político sobre los mecanismos y la accesibilidad del poder. La cámara siguió a Isabelle Huppert, alcaldesa de la periferia parisina en la recta final de su carrera profesional. Pero también siguió a su ayudante, y a su rival, y a todas las demás piezas de un apasionante entramado de trampas, sacrificios y otros juegos de tronos. Todo aciertos en Venecia.