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José Luis Pérez relee la carta que le dejó su hermano Javier antes quitarse la vida.
Iñigo URIZ (FOKU)
Entrevista

José Luis Pérez: «Mamá, si no vienes, no vas a volver a verme»


José Luis Pérez habla en esta entrevista a 7K sobre los abusos que sufrieron él y su hermano cuando eran menores de edad y las consecuencias que tuvo ese maltrato sobre ellos.

Conozco a Álvaro [Valderrama], de la radio, el primer periodista con el que habló. ¿Cómo dio con usted?

Les oía en la SER, tienen un programa cojonudo. Exploté. La carta de mi hermano es lo que me hizo explotar, lo que me destrozó. Es tremenda. Había visto un reportaje donde se veía a unos obispos y arzobispos que se reunían con el Papa en Roma. Ver aquello... no sé qué me pasó. Mi cabeza me dijo que debía hacer algo. Mi hermano también me lo pedía en la carta. «Yo sé que sabrás qué hacer con esto», escribió.

Le dejó un encargo bien difícil.

Me marché loco. Intentaba pedir ayuda.

¿Cuándo falleció su hermano?

Hará 6 años o 7.

Fueron cuatro años con la carta a vueltas, entonces.

Sí, hasta que ese día hice ¡zas! Me encaminé al arzobispado. Solo. Hablé con la secretaria, la secretaria habló con el arzobispo. Ella flipando, porque aquí nadie había salido. El arzobispo me recibió. Fue horrible. El lugar, el olor a madera, todo me recordaba… Horrible.

¿Cómo fue ese encuentro?

Le leí la carta. Me inflé de llorar. No es como ahora. Ahora la leo y no lloro, o no siempre. Estoy más hecho, más duro. Antes no podría hablar contigo sobre esto. Me rompía. Me rompí con el arzobispo. Lo único que me llevé fue un ofrecimiento. Me dijo: «Oye, José Luis, esta carta está llena de dolor, de sufrimiento. Yo te voy a ofrecer que, para ese tipo de cartas, tenemos un cajón...». Me vino a decir que tenían una especie de urna donde esas cartas se introducían y no volvían a salir. En aquel momento no me di cuenta del alcance del ofrecimiento, lo que realmente quería. Tuve que llegar a casa, rebobinar, pensar. «Este cabrito...», me dije.

Quería quedarse con la prueba principal de los abusos de su hermano.

La única prueba. Ahí están los datos, las fechas. Mi hermano y yo nunca nos habíamos contado nuestros abusos el uno al otro. Ahí están sus relatos. Me dije que se acabó. Al día siguiente llamé a la radio. Hicieron un programa con la carta. Fue la hostia. Empezó a llamar gente de mi colegio y de otros colegios. Imagínate lo satisfactorio que fue para mí. Aunque también te digo que ha sido duro esto. Ya van tres años de un trabajo amargo, de caer y caer. Pero gente de la asociación y de fuera me han dicho que, de no haber ido, probablemente no habría nada. Eso me ayuda mucho.

No me quito de la cabeza lo del buzón. ¿Ha vuelto a preguntar?

Lo peor es que, cuando los periodistas se han hecho eco del ofrecimiento, él ha dicho que no lo dijo.

Pero lo dijo.

¡Ojalá le hubiese grabado! Entonces no tenía picardía o la mala hostia de haberme llevado la grabadora o poner el móvil. Lo tenía que haber hecho, porque sería como un tortazo ahora.

Nunca ha vuelto a hablar con él.

No han querido saber nunca nada. No me han llamado. Tampoco el superior de la congregación, el director del colegio, cuando se entrevistaron con nosotros en Pamplona. Les es muy duro levantar un teléfono y sentarse a hablar. Llevamos tres años. No hay ningún contacto. Ya no sé ni si lo quiero. No he visto que sea gente que me inspire confianza, ni que me inspire nada bueno.

Hemos hablado de cómo se dispararon sus recuerdos. Tengo que pedirle que me cuente su historia, que me cuente qué hacían su hermano y usted en los Padres Reparadores.

Mi madre era una viuda con siete hijos. En mi casa no había. Es así. No vamos a andarnos por las ramas. Abrir las puertas a la privacidad de una familia es durísimo. Es lo que más daño me hace. No todos en la familia comparten esto de abrir las puertas de par en par. Una vez las abres, todo el mundo tiene la libertad de juzgarte para bien, para mal, para lo que sea. Por eso la intimidad es tan valiosa. A nadie le importa si mi madre tenía o no, pero para la historia es necesario decirlo.

Tenía dificultades para mantenerles.

Alguien se acercó con muy buena idea, nuestro médico pediatra, que luego fue alcalde de Pamplona. Le dijo: «Mira, Manuela, vamos a coger a dos de tus hijos y vamos a llevarlos internos. Van a poder tener acceso a la educación, van a estar alimentados y tú ya no tendrás siete». A mí madre le costó pues era una leona y, a nosotros, más. Yo me puse malo en el camino, vomité, me meé encima.

¿Edad?

Alrededor de 12 años, mi hermano Javier uno menos. Lo hicieron con buena intención. Nadie se lo imaginaba. Mi madre se murió sin saber nada de lo que les pasó a sus hijos. Pienso que mejor. La hubiese matado. ¡Con lo madre que era! Bastante tengo yo dentro de no haber dicho nada. Si hubiese hablado, habría ahorrado mucho sufrimiento. La impotencia que me ha quedado no se va con nada. Mi sicólogo lo sabe y lo sé yo. Aparece en mis sueños de vez en cuando. Por suerte no son noches seguidas, pero cuando sueño el día me lo descojonan entero.

Logró salir de allí. No estuvo mucho.

Ni una semana. Me llevaron en fin de semana y me fui el viernes. Vino mi madre, con otro hermano, para sacarme y dejarlo en mi lugar.

Gracias a que encontró un teléfono.

Todavía me viene al cerebro el «ttrrriing». En los claustros había un altavoz que hacía que se oyera aquel altavoz muchísimo. Me agarré a aquello como lo que era: una posibilidad de contactar con mi madre. Asumí el riesgo, allá te hostiaban con todo. Abrí puertas, abrí puertas, abrí puertas y di con el teléfono. Llamé a mi madre.

¿No le contó qué había pasado?

Le dije: «Mamá, si no vienes, no vas a volver a verme». Tenía muy claro que me escapaba. Iba a saltar por la ventana, me iba a ir. Mi madre, me dijo: «¿Qué pasa?». Pero claro, al no saber nada, ella vino con otro hermano para dejarlo en mi puesto. Así fue.

¿Aquella experiencia le cambió?

Mi madre me salvó la vida. Estuve durante años pegado a sus faldas. Mis tíos decían que no era normal eso cuando venían de visita. Crecí con todas mis historias, las paranoias que te hace esto. Pasaron los años, Javier enfermó mucho. Le dio un ictus. Y, bueno, el caso es que un día decidió quitarse la vida… y nos mató un poco a todos. Mi cuñada me llamó y me dijo que había dejado una carta para mí. Pensé que sería lo típico, una nota de despedida de alguien que se va voluntariamente contando el porqué. Pero no era eso, qué va. Fue un punto y aparte en la forma en vivir mi abuso. El saber que los dos lo habíamos sufrido y que no nos lo habíamos contado nunca por no hacernos daño… Era mi hermano pequeño, ¿cómo iba a contarle eso? ¿Era mi madre, para qué hacerla sufrir?

Su hermano, en la carta, le cuenta que fue víctima de abusos por parte de la misma persona que se los infligió a usted.

Sin filtro, con pelos y señales. Toda la violación, cómo, de qué manera. Cómo le pinchaba una inyección para sedarlo. Era un enfermero de palabra. No era médico, pero ejercía como médico. En aquellos tiempos pasaba cualquier cosa. Era quien tenía más posibilidad de poder tocarte, de meterte la mano y de hacer todo lo que él quería.

No siga, no hace falta. Hace rato que se le caen las lágrimas. Importa el daño que le hicieron, no cómo se lo hicieron. Ese dolor ya se lo estoy viendo. Sigamos adelante. Su testimonio radiofónico echó a andar una rueda que sigue girando.

La radio nos puso en contacto a todos los que estábamos llamando. Formamos la asociación con una fuerza increíble. Estuvimos en dos ocasiones en el Parlamento de Navarra. Fue importantísimo que nos escucharan y nos quisieran ayudar. La prensa se volcó, no solo la de aquí. Hasta hace poco, que tres partidos en el Congreso nos llamaron para sacar adelante una comisión. Nos citaron en Madrid. Fui en representación de la asociación de aquí, todo muy bien. Tenemos un whatsapp con el resto de asociaciones de España y personas abusadas. El PSOE, me consta, era el que menos prisa tenía. Y se les ha colado por delante la Conferencia Episcopal.

La Iglesia ha contratado un bufete de abogados y quiere que las víctimas contacten con ellos.

A ver quién se pone en contacto con ellos. No seré yo.

No confía.

Para nada. Es el zorro en el gallinero. ¿Qué me va a aportar una gente que toda la vida los ha encubierto, ha mirado hacia otro lado, ha escondido todo? Ahora les mueve la presión social que se está haciendo. Nace muerta. No me voy a desprestigiar poniéndome a contar delante de ellos un relato que ellos ya saben. De mí no se ríe nadie más.

¿Qué necesitaría de una comisión?

Que estuviera compuesta por profesionales de verdad, como mi sicólogo, que tenga una metodología, que sea gente que entienda, que hayan estado con gente con traumas, gente de la universidad. La Iglesia tiene que colaborar para abrir cajones y archivos, porque saben la verdad, los traslados de profesores y por qué los movían. Pero el grueso han de ser profesionales de verdad.