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La dimensión física y espiritual de los lugares

Con ‘Los caballos mueren al amanecer’ y ‘Mille cipressi’, de Ione Atenea y el italiano Luca Ferri, respectivamente, el festival Punto de Vista reivindica este martes el cine documental como herramienta para desencriptar los misterios que marcan la identidad de cualquier espacio.

La directora navarra Ione Atenea. (TXISTI | PUNTO DE VISTA)

​En su segundo día, la edición número 16 de Punto de Vista sigue reforzando la alegría causada por el regreso a un formato físico con el que, no hay duda, el festival de cine documental de Iruñea acaba adquiriendo todo el sentido. Porque por mucho que el online haga la vida más cómoda (más aún cuando en la calle llueve y hace frío), no menos cierto es que la experiencia no se puede completar sin el contacto humano: sin las tertulias con los compañeros antes de una sesión; sin los coloquios con los artistas después de prácticamente cada proyección.

Entre todas las bondades que hacen de este un certamen tan especial, está sin duda la proximidad que se establece entre la audiencia y un coro de cineastas que, por lo general, está encantado de atender y de empaparse con las inquietudes de este público.

Y de nuevo, esto es solo posible si se está de cuerpo presente en Iruñea, en su emblemático Baluarte, ese Palacio de Congresos ocupado por un cine documental que de repente se siente empujado por un espíritu –amistosamente– expansionista. Quiere llegar a todos los rincones, entender cada pasillo, escalera y sala visitada. Porque la dimensión física de un lugar (la que debe palparse) es la que nos conecta con su espíritu.

‘Los caballos mueren al amanecer’

Buena cuenta de ello da Ione Atenea en su nuevo trabajo, ‘Los caballos mueren al amanecer’, un impresionante ejercicio de mímesis con un espacio. En este caso, un nuevo hogar: la propia directora navarra se muda a una casa de Barcelona situada en el barrio semi-periférico de Vallcarca, la cual resulta ser un polvoriento e inmenso contenedor de recuerdos de sus anteriores propietarios, los hermanos García. Una montaña de dibujos, una colección de disfraces que parece surgida de una super-producción cinematográfica, estantes repletos de vinilos y de grabaciones radiofónicas, álbumes y más álbumes de fotos...

La película imita la forma y el lenguaje de todos estos objetos, convertidos con el paso del tiempo en objetos de culto que nos conectan, de forma directa, con la historia de una familia, de una ciudad, de un país. El auge y la caída del sello Bruguera, el nacimiento del movimiento sindical, la represión franquista, los momentos de esplendor de la escena artística de la capital catalana...

‘Los caballos mueren al amanecer’ aterriza en una vieja casa desbordada por el síndrome de Diógenes pero, lejos de sentirse desbordada, acepta encantada el reto de poner orden entre tanta memoria desperdigada. Hasta el punto en que la propuesta se convierte en una especie de historia de fantasmas. Ione Atenea se deja poseer por los espíritus de la morada de los mil recuerdos, convirtiendo el cine en un canal de comunicación con el más allá, es decir, con un pasado que es capaz de terminar su relato inacabado a través de la película que estamos viendo.

El cuerpo en el mundo

Por último, y para acabar de ahondar en la importancia del lugar, aparece Luca Ferri con ‘Mille cipressi’, meditativa visita a las sugerentes formas trazadas por la arquitectura de Carlo Scarpa, a razón del complejo monumental de la Tumba Brion.

Esta obra maestra del Modernismo (a partir del clasicismo) sirve para que el cineasta italiano componga una sesuda reflexión sobre el lugar que ocupa el cuerpo humano en el mundo, o sea, para crear una película hecha a la medida (y con las medidas) de un espacio mágico. Porque a veces, ya se ve, el escenario lo es todo.