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Entrevista
Gonzalo Fernández y Pedro Cabezas
Investigador del OMAL y representante de ACAFREMIN

«La minería solo trae contaminación, conflicto y pobreza a Centroamérica»

Gonzalo Fernández, economista e investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL), y Pedro Cabezas, coordinador de la Alianza Centroamericana frente a la Minería (ACAFREMIN), repasan el avance de la minería metálica y sus impactos tras la gira vasca por la región.

Gonzalo Fernández y Pedro Cabezas. (René POSADA | ACAFREMIN)

Entre el 7 y el 20 de julio una delegación vasca recorrió Guatemala, Honduras y El Salvador para conocer de primera mano el impacto de la minería metálica y acompañar a las comunidades que resisten frente a algunos de los megaproyectos más significativos de la región. La gira, organizada por el OMAL y ACAFREMIN, contó con la participación de activistas, académicos y medios como este periódico. El itinerario incluyó visitas al proyecto aurífero Cerro Blanco en Guatemala, al de níquel Fénix en El Estor, a la mina de óxido de hierro en Guapinol (Honduras) y a las zonas de Cabañas en El Salvador, donde la derogación de la ley que prohibía la minería ha abierto de nuevo la puerta al extractivismo con el Gobierno de Nayib Bukele.

Al término de la misión, en San Salvador, GARA y la periodista de Argia, Maria Ortega, realizaron una entrevista con Fernández y Cabezas, donde ambos repasan lo aprendido durante la gira y alertan sobre la expansión de un modelo extractivo que combina transnacionales, autoritarismo y crimen organizado, en un escenario de disputa geopolítica por minerales estratégicos. Aquí se puede consultar el informe completo del OMAL.

Tras recorrer Guatemala, Honduras y El Salvador, ¿qué valoración hacen de la situación y qué similitudes encontraron entre los tres países?

Pedro Cabezas.: En los últimos años se ha consolidado el modelo extractivista en la región. No solo es minería metálica: también hidroeléctricas, monocultivos o turismo, que requieren acumulación de territorio y desplazamiento de poblaciones, lo que aumenta la inequidad. Ese modelo necesita gobiernos autoritarios y lo hemos visto en Nicaragua y El Salvador, pero también en Honduras y Guatemala se apunta hacia la misma línea: estructuras estatales cooptadas por élites familiares, muchas veces vinculadas al narcotráfico, que alimentan la crisis ecosocial.

Más allá de la diversidad política, parecen repetirse los mismos patrones: empresas transnacionales que operan sin licencias, captando líderes y con vínculos con el crimen. ¿A qué responde este modelo?

Gonzalo Fernández.: Es un fenómeno global. Hay una tensión enorme por ampliar la frontera extractiva porque sectores punteros como las renovables, la digitalización o la industria militar demandan cada vez más minerales. Y esa presión se traslada a territorios como Guatemala, Honduras o El Salvador, presión acrecentada a su vez por los altos precios internacionales del oro. Los patrones son similares: corporaciones que actúan en connivencia con gobiernos autoritarios, impunidad jurídica y una alianza con poderes legales e ilegales, incluido el crimen organizado. Y los impactos son siempre los mismos: devastación ambiental, ruptura del tejido social y debilitamiento democrático.

P.C.: Centroamérica siempre ha sido zona de sacrificio para los mercados globales. Antes fue el añil, luego el café, la banana o la piña. Ahora es el oro y los minerales estratégicos. Y para cumplir ese papel se necesitan gobiernos corruptos, subordinados a potencias como EEUU. Hoy además pesa la competencia geopolítica: China está entrando con fuerza, como en Nicaragua, donde se otorgaron decenas de licencias a empresas chinas de las que no se sabe casi nada. Eso se combina con el narcotráfico, que utiliza proyectos mineros para lavar dinero o reforzar sus estructuras económicas. Las comunidades nunca saben si se enfrentan al Estado o al crimen organizado.



En Guatemala y Honduras gobiernan partidos progresistas. ¿Qué posibilidades reales hay de que esos gobiernos cambien el rumbo?

G.F.: El extractivismo no depende solo de gobiernos autoritarios. Es un modelo heredado desde la colonia que se reproduce por sí mismo. Los gobiernos progresistas pueden poner límites en algunos casos –en Guatemala se paralizó Cerro Blanco, en Honduras se declaró la energía como derecho humano­–, pero en general falta voluntad política y las correlaciones de fuerza son muy negativas. Muchos de esos gobiernos no controlan ni el Congreso ni el territorio, y la presencia del crimen organizado limita aún más cualquier margen de cambio.

P.C.: Además, el poder judicial sigue capturado por las élites que gobernaron en la última década. Eso impide que se hagan juicios, aunque haya voluntad política. El asesinato del [ambientalista] Juan López en Guapinol es ilustrativo: todos saben quién está detrás, incluso el alcalde, pero meses después no hay avances.

Durante la gira escuchamos promesas repetidas: desarrollo, empleo, sostenibilidad. ¿Qué muestran los datos?

P.C.: Que es falso. En promedio, entre el 40% y el 50% del territorio de Nicaragua, Honduras y Guatemala está concesionado o declarado de interés minero. En El Salvador, alrededor del 30%. Y sin embargo, la minería aporta menos del 3% al PIB y genera menos del 1% del empleo. Lo que deja son conflictos sociales, contaminación y pobreza. En Nicaragua el oro se convirtió en el principal producto de exportación, pero con regalías ridículas. La riqueza se la lleva Canadá. Donde hubo minas, como San Martín en Honduras o San Sebastián en El Salvador, lo que hay son comunidades pobres.

En los lugares visitados hablaron de asesinatos, amenazas y criminalización. ¿Cómo valoran la seguridad para defensores y periodistas?

G.F.: Los tres países comparten patrones de impunidad corporativa. Ni siquiera los gobiernos progresistas han modificado los marcos jurídicos que permiten criminalizar la protesta, como las figuras de usurpación agravada o desplazamiento forzado. Los sistemas de protección son mínimos o inexistentes. En Guatemala y Honduras los asesinatos de defensores ambientales son recurrentes. En El Salvador, por ahora, los números son menores, pero el marco autoritario puede disparar la represión en cualquier momento.

P.C.: Aunque haya voluntad en algunos ejecutivos, no controlan ni jueces ni policías. Eso deja a las comunidades indefensas. El problema es estructural y quienes pagan el precio son los defensores.

El oro que se extrae, ¿dónde termina? ¿Quién se beneficia?

P.C.: La mayoría del oro no tiene un uso industrial. Se destina a joyería oa bancos como reserva de valor. El negocio funciona a través de bolsas de valores y fondos de inversión que gestionan planes de pensiones o ahorros de miles de personas en Europa y Norteamérica. Muchos participan sin saberlo en estas cadenas de extracción que generan desigualdad y destrucción en países como los nuestros.

G.F.: La ciudadanía vasca debe ser consciente de que la transición energética europea depende de minerales extraídos en el sur global. Paneles solares, aerogeneradores, coches eléctricos... todo eso está ligado a megaproyectos mineros en lugares como Guapinol o El Estor. Europa y Estados Unidos firman tratados de materias primas que reproducen una lógica colonial, en parte porque temen quedarse atrás frente a China. Esa es la conexión entre Centroamérica y Euskal Herria.



Más allá de los impactos ambientales y económicos, la minería divide comunidades. ¿Cómo afecta eso a las resistencias?

P.C.: Las resistencias varían según el territorio, pero el patrón es la división. Siempre hay quienes aceptan empleos o compensaciones y quienes se oponen. En ese proceso, las mujeres son las más afectadas: sostienen la economía familiar, cargan con el trabajo adicional cuando falta agua o hay desplazamientos y sufren los impactos de la violencia.

G.F.: Incluso cuando el impacto macroeconómico es insignificante, a nivel micro algunos empleos sirven para mantener el relato empresarial. Eso genera fracturas internas que debilitan a las comunidades.

La Iglesia y las ONG aparecen de forma recurrente como actores clave en las comunidades frente a la minería. ¿Qué lectura hacen de ese papel?

P.C.: La Iglesia es un actor central. En muchos lugares organiza y articula la resistencia. Tiene una presencia sostenible, a diferencia de algunas ONG que dependen de proyectos puntuales. También hay organizaciones populares de base, con vocación política, que son resistentes pero más vulnerables a la represión.

G.F.: Las ONG, incluidas las vascas, han sido fundamentales para sostener procesos, pero la cooperación también ha generado dependencia. Bukele lo sabe y por eso aprobó la Ley de Agentes Extranjeros, que impone registros, un impuesto del 30% a la financiación internacional y multas millonarias. Eso puede desmantelar gran parte del tejido social crítico en El Salvador.

¿Qué futuro ven para la resistencia de El Salvador tras la ley que menciona?

P.C.: Estamos preparando planes de contingencia. Varias organizaciones se plantean trasladar su sede a Guatemala u Honduras, como ya ocurrió en Nicaragua. El riesgo es que la sociedad civil quede desmantelada y sin capacidad de incidencia, como pasó allí tras el cierre de más de 4.000 organizaciones. Por ahora mantenemos una red de seguridad informal para apoyar a defensores en riesgo, pero la situación es muy preocupante.