11 de mayo; 3.700 nombres
El próximo día 11, sábado, va a quedar marcado profundamente en la historia del movimiento memorialista. Por primera vez desde que se comenzó esta larga e inacabada/inacabable tarea de recuperar la Memoria, de recuperar los restos de aquellas personas que fueron asesinadas impunemente en Navarra y abandonadas en cualquier ezpuenda o fosa de cualquier cementerio, se va a dar lectura pública a la totalidad de los 3.700 nombres y apellidos de las mujeres y hombres que fueron asesinados en aquella locura fascista que le llamaron Cruzada.
Los van a leer familiares directos, hijos e hijas que todavía viven, nietos y nietas. También sobrinos, sobrinas... Y por supuesto, personas que, sin tener parentesco alguno con ninguno de los asesinados, sienten que hay que ser solidarias y que todas ellas están en su derecho a una compensación moral por el daño tan profundo que se les ocasionó. Una reparación. Justicia, en una palabra.
Y una forma de ver esa reparación, esa compensación, es ver en ruinas ese monumento que albergó a dos de los más significados partícipes de aquel golpe de estado; un edificio que ha servido de lugar de reunión y de exaltación de los «valores» que les llevaron a hacer lo que hicieron; que sigue conservando, no solo su estética fascistoide, también sus pinturas murales, sus inscripciones...; un edificio que ha estado presidiendo y controlando la vida de esta ciudad; en definitiva, un edificio que, por la propia ley de Memoria Histórica debería estar hace tiempo hecho escombros.
No basta con hacerle un lavado de cara para que desaparezca el significado de ese mamotreto: la exaltación del fascismo. No valen comparaciones con algún hecho concreto en Italia o en Alemania, en unos pocos edificios que se han mantenido y que puedan recordar su época nazi o fascista porque hay una diferencia fundamental con el nazismo hitleriano y el fascismo de Mussolini: los socialistas, los comunistas, los judíos, los homosexuales, los gitanos..., en definitiva todos aquellos que sufrieron y sobrevivieron a la represión y a la violencia de ambos regímenes, vieron, con satisfacción, a ambos regímenes derrotados, vencidos. Y vieron a sus respectivos líderes muertos: uno, Hitler, cobardemente suicidado. Y el otro, Mussolini, fusilado y su cuerpo colgado, junto con el de su amante, boca abajo en una gasolinera y expuesto a la ira popular.
Aquí no. Aquí Franco murió en la cama, y sus crímenes amnistiados. Y el franquismo sociológico está vivo y muy presente, con unos franquistas «demócratas de toda la vida» pretendiendo lavarle la cara al régimen. Y contentos al ver que, entre los sucesores de aquellos que sufrieron el régimen de terror que supusieron los cuarenta años de franquismo, haya dudas sobre si demoler o no este abominable monumento de «Navarra a sus muertos en la Cruzada».
Que cada nombre que se lea en la Plaza del Castillo, sea como una pequeña carga de dinamita colocada en los cimientos del edificio. 3.700 explosiones que contribuyan a que esos cimientos cedan y en un futuro, no muy lejano, ese edificio sea un borrón en nuestras memorias.