Antonio Alvarez-Solís
Periodista

1978

Afirman que sólo la voluntad de los soberanistas catalanes ha provocado la rotura de Catalunya en dos partes, destruyendo la «benéfica» unidad expresada en el año del artificio constitucional.

España quedó varada en 1978, tras dos intentos republicanos que en muchos aspectos devolvieron el pulso a unos pueblos incapaces durante siglos de fabricar una verdadera nación peninsular. Castilla se alzó con el santo y la limosna, pero se entregó a un absurdo y desidioso imperialismo interno. Duró poco la gran empresa republicana –hablo fundamentalmente de la República del 14 de abril de 1936– porque careció de tiempo para forjar una educación socializada que adobase la ambición de inteligencia y cultura del pueblo y le sobró en cambio y como siempre el furioso barbarismo de las élites conservadoras españolas, que siempre han cerrado de golpe la ventana que debe comunicar, aunque sea en diverso grado, a la sociedad con el aire de la razón. Según esta infausta constante España repitió con Franco el último producto del caudillismo español, que sigue instalado en la historia inerte de España. Los símbolos expresivos de lo que digo están ahí mismo, con partidos que perpetúan lo que el PP declara cínicamente superado: idénticos alaridos patrióticos cuando alguien simplemente piensa a su vera, el empleo violento de la policía, el uso y abuso del recurso carcelario, los gestos despóticos ante cualquier serena disensión. Incluso “Ciudadanos” nos acerca literalmente la imagen de una sociedad a la que personalizaron expresiones como el Frente de Juventudes, la Sección Femenina o el sindicalismo orgánico poblados de abstemios de dictadura que demandan angustiados una nueva dosis de violencia y radicalismo bélico. La expresión básica de tal ideología es la habitual frase de «no permitiremos…» ¿No es así, Sra. Arrimadas? Una multitud de españoles no han podido soportar esa abstinencia de dictadura después de cuarenta años de dominación autoritaria que convirtió a los españoles en estatuas de sal..

A España siguen faltándole tres cosas en profundidad para intentar siquiera una débil democracia: la asepsia política del rey, una efectiva separación de poderes y un sosegado comportamiento militar. Precisamente estas tres cosas que faltan con evidencia son las necesarias para hablar de una mínima soberanía popular. El español es pastueño con el poder y únicamente alza la voz ante el dirigente cuando está seguro de ser indultado. El sindicalismo estatal, por ejemplo, parece haber sido amasado en esa confianza. Es un preso en libertad que solamente alborota en el patio de la prisión.

Situados ya ese paisaje podría definirse la Constitución del 78 como un recurso para entretenimiento de menores en un momento de recreo escolar. En aquel referéndum sin alternativa de elección entre una Monarquía subvertida por el franquismo y una República legítima invalidada por la agresión militar, los españoles hicieron su apuesta como menores abusados, repito, por un socialismo agónico, por un comunismo perjuro, por un liberalismo policializado y por unas instituciones que sólo jugaban momentáneamente al entierro de la sardina tras cuarenta años de ordenanza. Mas en este asunto tan confuso de continuación de lo mismo, en un juego de magia callejera, prefiero ampararme en unas líneas de Romano Guardini en “Realidad y tarea”, que me evita desparramarme en mis propias disquisiciones. Escribe el italiano con doctrina aplicable al cambio fingido en España: «Es posible cambiar en un hombre y contra su voluntad su modo de percibir el mundo y percibirse a si mismo; cambiar los cánones con que mide el bien y el mal; el punto de apoyo que tiene en si mismo como persona. Esta posibilidad se ha realizado y se realiza de nuevo repetidamente, incluso desempeñando un papel nada desdeñable en la vida presuntamente libre. También eso es una imagen del poder humano; más sutil, menos dramática, pero quizá aún más amenazadora que la de la bomba atómica… El hombre tiene en la mano las energías del mundo. Puede abrirse paso al espacio cósmico. Pero lo que le da la más cruda conciencia de su poder es la nueva e inaudita posibilidad de destruir». De destruir mediante el fingimiento, mediante la cómoda y ruinosa aceptación, usando eso de que todo cambia a fin de permanecer igual. ¿Acaso este párrafo de Guardini no nos sitúa ante un fiel retrato del alma que posee a los españoles desde 1978? La capacidad de destruir la libertad y la democracia que emplearon los reaccionarios entregados a su manipulación institucional fue realmente atómica. Desde entonces la vida española ha vivido entre las ruinas enjalbegadas de lo posible y penetradas a la vez de la miseria de su franquismo.

Añadamos en este punto lo que escribe Peter Sloterdijk en “Normas para el parque humano”: Es «inquietante el hecho de que tales retornos al estado salvaje, hoy como siempre, acostumbren a desencadenarse en situaciones de alto desarrollo del poder, bien sea directamente como atrocidad imperialista o bélica, bien como embrutecimiento cotidiano de los hombres en los medios destinados a la diversión desinhibida». 1978 o el estado salvaje; la inmovilidad salvaje; la incivilidad política de sus instituciones.

Ahora, ante la nueva tentativa catalana de asumir su realidad nacional, volvemos a escuchar el desquiciado y abrupto lenguaje constitucionalista que insiste en que somos una sola nación que defiende con los dientes su unidad indiscutible. Es más, los «populares» y los «arrimados» hablan religiosamente del fenómeno aglutinante de 1978 demostrado ahora en el crecimiento del sufragio españolista en el núcleo cosmopolita de Barcelona. Afirman que sólo la voluntad de los soberanistas catalanes ha provocado la rotura de Catalunya en dos partes, destruyendo la «benéfica» unidad expresada en el año del artificio constitucional. Es más, la Sra. Arrimadas ha llegado a proponer una reforma legal para que el voto sea absolutamente individual y vacío de geografía e historia y no dependa su valor del lugar en que haya sido emitido. Con ello, Barcelona aportaría la victoria segura ante las comarcas históricas de la Catalunya profunda, menos habitadas. O sea, el individuo cosmopolita de la gran urbe, que es el que hoy protagoniza la globalización deshumanizada, pasaría a ser decisivo al margen de un valor que es el que produce el alma de un pueblo: el valor de su historia y de la etnicidad que ha engendrado su identidad humana. Porque la tierra y su emoción también votan. No podemos seguir deteriorando ese vínculo emocional con la tierra. Con su propuesta la Sra. Arrimadas descubre ingenuamente su carencia de raíz catalana. Seguramente esa propuesta no hubiera sido capaz de hacerla en Londres sin que los condados ingleses la expulsaran de su país. Londres sabe que es el depósito de poderes secretos y de dinero muchas veces pervertido y pervertidor, pero que su seguridad de pervivencia humana propiamente inglesa se la dan los habitantes donde se custodia la raíz de Inglaterra ¿Y qué decir de Roma, de Berlín, del mismo París, Madrid o Nueva York, de Moscú, de tantas y tantas aglomeraciones humanas en cuyo perfil es materialmente imposible identificar el espíritu de la nación a que pertenecen?

Sra. Arrimadas: una nación no se edifica en los consejos de administración o con fuerzas de ocupación. Usted tiene sangre de jerez y no se le puede obligar a que brinde emocionadamente con cava. Yo tengo un cuarto de sangre inglesa, otro cuarto de sangre alemana y la mitad de mi caudal sanguíneo es de origen céltico español, pero admiro la Catalunya profunda porque es un país que se bate por el derecho a ser íntimo, personal e intransferible, culto y paradójicamente colectivista. Catalunya no es un invento de esos modos de existir propios de un cosmopolitismo global, que está arrastrándonos hacia una tecnocracia destructora de la vida. Catalunya es una reserva de humanidad que tiene color propio, como la tienen otros países igualmente acosados. Eso es lo que da el voto más valioso. Y el derecho más sólido de soberanía.

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