Iñaki Bernaola

Abusos sexuales… y algo más

No se cuántos casos de pederastia hubo en realidad en las instituciones religiosas. Probablemente jamás se sabrá.

Una mujer disoluta, es decir, una que había tenido una abundante y variada vida sexual, acababa de fallecer. El féretro se encontraba en una de las habitaciones de su domicilio, con la tapa levantada. En otra habitación se encontraban sus amigos y familiares cumpliendo con el velatorio. De repente, empezaron a oírse ruidos extraños en la habitación de la fallecida. Y cuando, con un susto de muerte, sus deudos se acercaron a ver qué pasaba, se encontraron a la muerta medio incorporada, la cual les dijo lo siguiente: ‘No me recéis, porque estoy condenada’».

Esta es una de tantas historias que, al acercarse la Semana Santa, nos contaba un sacerdote en las charlas, denominadas ejercicios espirituales, a las cuales nos llevaban con carácter obligatorio a la totalidad del alumnado que, entonces, tendríamos unos diez o doce años de edad.

Oyendo el sermón del sacerdote celebrante en las misas funerales, da la sensación de que ahora todo el mundo va al cielo. Pero antes no era así: de hecho existían diversas categorías de situaciones «post mortem», llamadas novísimos. El infierno, como todo el mundo sabe, era una gigantesca sala de tortura. El cielo, justo lo contrario. También existían el purgatorio, donde también se torturaba, y a donde ibas si te habías muerto en pecado «no mortal», pues si era mortal ibas al infierno para toda la eternidad. Valga recordar que cualquier actividad de índole sexual fuera del matrimonio celebrado «por la Iglesia» constituía pecado mortal. Al limbo de los niños iban todos aquellos peques que habían muerto sin ser bautizados, y en el seno de Abraham, llamado también limbo de los justos, estuvieron esperando pacientemente a la venida de Jesucristo todos aquellos que, habiendo sido buenos en su vida, no podían entrar en el cielo porque no se les había borrado aún el pecado original, cuyo origen se remonta a la desobediencia de Adán y Eva comiendo la manzana prohibida.

Alguien más joven que yo pensará que todo esto solo puede habérsele ocurrido a alguna mente retorcida, y supongo que tendrá razón. Pero el caso es que en su día fue materia de estudio obligatoria tanto en las escuelas como en los institutos de bachillerato. No en la época del Concilio de Trento, ni mucho menos, sino hace unas décadas, en pleno franquismo, y quizás siga siéndolo en determinados centros «educativos».

Los pecados cometidos se perdonaban mediante la confesión. Y sobre esto también se contaban historias. Por ejemplo: un niño se estaba confesando y mientras iba diciendo sus pecados veniales pequeños sapos se iban escapando de su boca. Pero había un sapo mucho más gordo que se resistía a salir, porque el niño había cometido un pecado mortal que le daba vergüenza confesarlo. Al final el niño se lo calló, y entonces todos los sapos que habían salido volvieron a entrar en su boca, y encima también una gran culebra, pues ocultar en la confesión un pecado mortal era un horrible sacrilegio.

No se cuántos casos de pederastia hubo en realidad en las instituciones religiosas. Probablemente jamás se sabrá. Pero sí puede saberse con seguridad que todos, absolutamente todos los que en una época determinada pasamos por el sistema educativo sufrimos un grave maltrato sicológico por haber sido aterrorizados un día sí y otro también; con la muerte, con el infierno, con la obligación traumática de la confesión, y con muchas otras cosas. Además, se nos privó de la oportunidad de desarrollar una identidad sexual positiva y libre de tabúes, y de llevar una vida sexual sana en la cual no existieran más limitaciones que el respeto a la libertad sexual del resto de personas.

Seguramente no tendrá objeto pedir hoy en día reparaciones materiales por todo lo que acabo de relatar, pero creo que no estaría mal que la Iglesia católica, al menos la española, pidiera perdón y reconociera el daño causado a miles, millones de niños y de niñas por el sufrimiento causado durante años, y por las dificultades que les pusieron para lograr ser unas personas sexualmente sanas. Y no solo eso: sino también que tenga el mínimo pundonor para reconocer que toda esa «teología» que estaba vigente con carácter general en la época del nacionalcatolicismo franquista es incompatible con una sociedad donde impere el respecto a los derechos humanos, y donde se reconozca la libertad para que cada individuo opte por desarrollar su personalidad y su identidad sexual de la forma que crea más conveniente.

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