Iñaki Egaña
Historiador

Ahora los presos políticos

8.500 vascos y vascas han estado en prisión, la mayoría por cierto, lejos de sus domicilios, en una estrategia también política, la del alejamiento.

El concepto de preso político pasa por una serie de filtros que hasta hace bien poco se dejaban en el tintero. Amnesty International los considera si son de conciencia. Los soberanistas catalanes encarcelados quedan fuera de esta definición. El Consejo de Europa ha tardado una eternidad en ofrecer su propia descripción, hace cinco años, redactada por Christoph Strässer y dada por válida para sus 47 estados miembros. En aquellos interminables debates, España introdujo el término de que en ninguno de los casos los condenados por delitos de terrorismo fueran considerados presos políticos. No vayan a pensar que el objetivo era evitar el concepto a los terroristas de guante blanco, sino que la mirada estaba puesta en los presos vascos, en particular en los internados por su militancia en ETA.

El debate no tiene recorrido, porque a pesar del no reconocimiento del término «preso político» en la legislación tanto francesa como española, la actividad del Estado frente a esos encarcelados ya les convierte en presos políticos. Al margen que la definición no se la ofrece en este caso el «enemigo», sino que su propia militancia política la acredita. Jamás los estados admitieron la condición, ni siquiera durante el franquismo. Pero cuando la llamada amnistía de 1977, quienes fueron liberados o deportados fueron esos «inexistentes» presos políticos vascos. Los llamados «comunes», a pesar de la movilización de los internos en la asociación que crearon al efecto, Copel, continuaron presos.

Para mediados de 1962, ETA contabilizaba el encarcelamiento de 28 de sus militantes. La primera condena severa recayó sobre Rafa Albisu, 20 años. Su hijo Mikel fue detenido en 2004 y aún continúa en prisión. Aquellos pioneros de la década de 1960 ya llamaron a la movilización y a la agitación para socializar el encarcelamiento de los suyos. Con el lenguaje de la época, rotundo y con letras contra la metrópoli, en los años en los que la idea colonizadora de Franz Fanon había calado entre los nuestros, la novel organización escribía: «En vosotros se realiza actualmente una trágica verdad inherente a todo pueblo oprimido, sojuzgado: el tributo a la libertad es el sacrificio humano».

Desde aquel primer censo de presos hasta hoy, unas 7.000 vascas y vascos han sido encarcelados por razones políticas. La mayoría por ser militantes de ETA. A la muerte del dictador Franco, 749 hombres y mujeres de origen vasco estaban en prisión por cuestiones políticas. Ahora que parece ser que una gran mayoría luchó contra la dictadura, reescribiendo la historia, no estaría mal recordar que la mayoría de esos presos pertenecían a ETA, en sus dos ramas, mili y polimili. Que después de los centenares de presos de ETA, quienes más internos tenían eran dos organizaciones que hoy ni existen, PORE (Partido Obrero Revolucionario Español) y ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores) y otra reconvertida, ETA Sexta-LKI. Y otras como LAB, los estudiantes de IASE, FRAP o incluso una engullida por la historia ATML, Asociación de Trabajadores Marxista-Leninista, tenían más presos que el PCE, PNV o el PSOE o los sindicatos CCOO, ELA y UGT.

Desde la Transición hasta las últimas detenciones (Amurrio, Berlín...), la mayoría de los presos han pertenecido a ETA. Hoy son tres centenares los que, casi en su totalidad, pertenecen al colectivo EPPK. Pero en estas décadas, también sufrieron cárcel militantes vascos de otras organizaciones armadas como IK, CAA, Iraultza o pertenecientes a grupos estatales como los GRAPO. También a asociaciones civiles, medios de comunicación o de solidaridad, como Gestoras pro Amnistía, “Egin”, “Egunkaria” o Askapena, y grupos políticos como Jarrai, Segi, Ekin, ANV o Herri Batasuna. Incluso muchos solidarios sin catalogar, centenares detenidos y encarcelados bajo el epígrafe general de «kale borroka», activismo contra políticas gubernamentales determinadas (presos, autovía Leizaran, central nuclear Lemoiz...).

A menudo olvidamos que un porcentaje elevado de jóvenes que pelearon contra el servicio militar obligatorio fueron, asimismo, encarcelados. La dureza del conflicto político-militar, «rebajó» la percepción de su perfil carcelario desde el exterior, pero les debemos también un gran reconocimiento. Sin un censo que se aproxime siquiera, las estimaciones estatales señalan que 3.000 insumisos y desertores del Estado pasaron por prisión en algún momento, de los cuales la mitad eran vascos. Es decir, 1.500. A falta de un estudio más detallado, este número, sin duda de presos políticos, habría que añadirse al que he ofrecido anteriormente. Estaríamos en una cifra escalofriante: 8.500 vascos y vascas han estado en prisión, la mayoría por cierto, lejos de sus domicilios, en una estrategia también política, la del alejamiento.

¿Cómo no vamos a expresar nuestro cariño y empatía hacia ese colectivo tan numeroso? El modelo militante de esos miles de compatriotas, algunos de los cuales han alcanzado los 30 años en prisión, lo ha descrito Álvaro García Linera cuando, recientemente, ha realizado una semblanza de la militancia del siglo XX a partir de la Revolución de Octubre: "«Clandestinidad, carencias materiales, torturas, encarcelamientos, destierros, desapariciones, mutilaciones y asesinatos, se constituirán en el costo ilimitado que miles y miles de militantes estarán dispuestos a pagar para alcanzarla. Tal será su capacidad de entrega a la causa revolucionaria, que la mayoría de ellos soportará cada una de las estaciones del suplicio aun a sabiendas que, con mucha probabilidad, no serán capaces de disfrutar de su victoria».

La solidaridad con los presos ha sido el movimiento popular por excelencia en Euskal Herria. Con ciertas dosis de nostalgia, ciertos sectores nos recuerdan que el movimiento ciudadano tenía una solidez extraordinaria en la década de 1970, que los grupos ecologistas mostraban su músculo ante cada una de las agresiones contra la tierra, que los vecinales se movilizaban contra la especulación. No rebato esas tesis, aunque sea notorio que el momento álgido de cada militancia personal se convierte, con el tiempo, en el trascendente de la historia.

Sí quiero señalar, sin embargo, al lado, el movimiento solidario con los presos ha tenido una frecuencia sostenida. Las movilizaciones de la primavera de 1977 fueron decisivas para la salida escalonada de los presos, las marchas anuales a la prisión de Herrera fueron hitos de nuestra crónica cercana. En enero de 2014 se realizó la mayor manifestación en la historia de Euskal Herria: 130.000 personas solidarias con los presos. Las siguientes por ese orden, fueron las de 2013 y 2012. Jamás las calles de una población vasca habían acogido protesta de semejante tamaño.

Esa circunstancia nada baldía es la que ha llevado al estado profundo a actuar desde los inicios de la Transición contra la solidaridad con los presos. Miles de manifestantes fueron apaleados en las décadas de 1980 y 1990, centenares incluso hospitalizados. Otros sufrieron los rigores de la guerra sucia. Y en los estertores del siglo, ese estado profundo avanzó en su estrategia: convertir en presos a los que se organizaban por los derechos de los presos, abogados, militantes por la amnistía. Una crónica inacabada a la espera de ese macrojucio que se anuncia.

La solidaridad con las presas y los presos políticos vascos ha sido y es entendida desde múltiples facetas. Políticas, sociales, emotivas, religiosas... Incluso desde Ipar Euskal Herria, con aquella espectacular Declaración de Baiona de 2014 que aglutinaba a todas las fuerzas del arco político, con la excepción del Frente Nacional de Marine le Pen, por cuestiones de normalización política. Todas ellas son válidas en ese intento de vaciar las cárceles. Para seguir escribiendo y protagonizando la historia, ya sin rejas, a la sombra de la luna.

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