Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Álbumes de familia

Al abrir el gran álbum fotográfico, el inventario de rebeldías de nuestra historia compartida, uno siente el escalofrío de pertenecer a algo más grande que la historia misma.

Nadie escapa a la Navidad por mucho que se lo proponga, y quien trate de huir encontrará por el camino las luces multicolores de las avenidas, la cabalgata de Mari Domingi y Olentzero, los escaparates de nieve artificial y la programación extraordinaria de televisión sazonada con anuncios lacrimógenos de loterías y turrones. Nuestros teléfonos móviles vibrarán con felicitaciones de corta y pega, villancicos a ritmo de cumbia y un meme de champán y espumillón que ha deslizado nuestra tía de Andosilla en un grupo de WhatsApp. Para algunos, una delicia emotiva. Para otros, el infierno del compromiso social.

Para mí, la Navidad es el regreso a los álbumes fotográficos, ese extraño adminículo que desata todas las añoranzas y que se desvanece a principios de nuestro siglo, reemplazado por los discos duros y por el imperio de las cámaras digitales. Las páginas de los álbumes de fotos se adhieren entre sí y emiten un crujido de protesta cada vez que las despegamos, como si se negaran a ofrecernos el testimonio de nuestro propio pasado. Solo cuando hemos vencido la resistencia del plástico, aparecen ante nuestros ojos las mismas estampas conocidas, los mismos rostros del mismo tiempo perdido.

Mis álbumes fotográficos comienzan con el embarazo de mi madre sobre el fondo verde de los parques de Txurdinaga. Después la vida se acelera en una sucesión de escenas sin una trama clara: el niño chapoteando en una palangana, el niño aceptando las carantoñas de su padre con un balbuceo atolondrado, el niño sosteniendo la cartera de la escuela, el niño disfrazado de mosquetero en los carnavales de un invierno sin determinar allá por los turbios ochenta. Vivir es ir dejando un rastro fotográfico, una línea de imágenes a la que siempre retornamos para intentar comprendernos y reconstruirnos.

Por un azar que no he buscado, mis álbumes de fotos han reposado durante muchos años junto a otros libros con los que entablan un diálogo secreto. He vuelto a extraer de la estantería los tres volúmenes de Euskal Herriko Kartelak, una vieja edición de Txalaparta que reúne pósteres de todo tamaño y color hasta 1990. La publicación tiene un carácter enciclopédico y presume de haber impreso en papel cuché más de cuatro mil piezas ordenadas por criterios temáticos y cronológicos. Abro el primer volumen y pronto caigo en la cuenta de que estoy visitando una vez más un álbum de familia, solo que en este caso la familia tiene la envergadura de un país.

Acudo a los últimos alientos del franquismo y contemplo un mosaico de afiches que anuncian competiciones deportivas y eventos folklóricos. Veo que en 1970, Donostia celebra el VI campeonato del mundo de pelota con la presencia del Caudillo. Quien viera entonces aquel cartel no podía imaginar lo que estaba a punto de suceder: Joseba Elosegi, que había sido capitán del batallón Saseta, se prendió fuego a lo bonzo y se arrojó desde la segunda galería de Anoeta al grito de "Gora Euskadi askatuta". Dicen que Franco vio de frente el horror en llamas. Elosegi, que sobrevivió de milagro, contó que su intención era «llevar el fuego que destruyó Gernika ante los ojos de quien lo provocó».

Las elecciones generales de 1977 se convierten en un pretexto para afilar la creatividad cartelera. En la publicidad del PNV, Juan Ajuriaguerra acompaña a un lema de cambio: "No entregues el país a los de siempre". La imagen de Periko Solabarria, tocado con un casco, acapara la propaganda de Euskadiko Ezkerra: "Un obrero en el Congreso". "Socialismo es libertad", dice el PSOE. "Nuestras manos obreras darán forma a la esperanza", dice Gabriel Celaya en el cartel del Partido Comunista de Euskadi. Las consignas de LAIA, sin embargo, desconfían de las urnas: "No afirmes con tu voto la monarquía continuadora del franquismo".

Pero la estética colorida de los reclamos electorales se vuelve tenebrosa para denunciar la tortura. En un póster de EMK, el rostro de Joxe Arregi sale de la Dirección General de Seguridad sobre un eslogan que suena devastador, no tanto por la infamia que denuncia como por la impunidad que pronostica: "Los culpables siguen ahí". Arregi murió después de nueve días de palizas a manos de setenta y tres policías. Hubo que esperar más de ocho años para que solo dos de los responsables fueran condenados. Felipe González los indultó de inmediato. En un cartel de las Gestoras Pro Amnistía, el pie llagado de Arregi desmiente la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La cartelería del Día del Orgullo destaca por sus triángulos rosas y EHGAM llama a alzar la voz en 1982: "Rompamos la norma". "En la calle parados, en la mili secuestrados", dice un diseño insumiso de Kemen. ¿Qué hay de las movilizaciones laborales? "Los ricos más ricos, los pobres mas pobres", denuncia la CNT ante un 1 de mayo. ¿Qué hay de las manifestaciones feministas? "No dejes que por ser tía te traten como a una prima", dice ESK. ¿Y el pulso ecologista? "Lemoiz apurtu", dice HB. ¿Y la semilla euskaltzale? "El euskara no se estudia, se AEKprende", dice nuestra coordinadora de alfabetización de adultos.

Nadie escapa a la Navidad ni a las trampas pegajosas de la nostalgia. En los banquetes hay sillas vacías y nosotros, los comensales de hoy, ya no somos los niños borrosos de otros días. Tampoco nuestro pueblo es el mismo porque ni el tiempo perdona ni los lugares donde fuimos felices permanecerán inmóviles para siempre. Pero al abrir el gran álbum fotográfico, el inventario de rebeldías de nuestra historia compartida, uno siente el escalofrío de pertenecer a algo más grande que la historia misma. Y uno siente también que esa historia está en marcha y que algún día futuro, quizá por Navidades, seremos el recuerdo imposible de todos aquellos que nos sucedan.

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