Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Andalucía y el poder

Blas Infante, el «Padre de Andalucía», luchó ardorosamente por recuperar el perfil musulmán y mozárabe de su patria, que fue hasta cierto punto ejemplo de convivencia en lo religioso y lo cultural. Blas Infante fue fusilado a dos pasos de Sevilla por una escuadra falangista. En el momento de la ejecución gritó dos veces «¡Viva Andalucía libre».

Supongo que a muchos ciudadanos de Euskadi, Catalunya, Valencia o Galicia… les habrá inquietado la composición del nuevo Gobierno de Andalucía. Ver juntos al Partido Popular, a Ciudadanos y a Vox supone entregar al fascismo, ya institucional, la región más poblada de España y quizá la que sufre la mayor cifra de paro –creo recordar que pasa del 22%–. Me decía ayer un fino analista político que solamente falta en el cuadro la figura de Adolf Hitler. Y al fondo el incendio del Reichstag con la ilegalización del Partido Comunista –acusados de incendiarios– y la suspensión de todos los derechos ciudadanos y de las libertades correspondientes.

Acerca de Andalucía circulan unas opiniones que parecen desconocer totalmente lo que es aquella tierra y sus correspondientes pobladores. Digo esto apoyándome en mi vida allí, que fue bastante intensa a lo largo de unos años.

El andaluz es un ser que tiene mentalidad de ocupante de un país cuya alma histórica como nación aún le es ajena. El andaluz no fue madurando en Andalucía sino que fue llevado allí con una cierta precipitación. Es, paradójicamente, un ocupante perpetuo de sí mismo; un pueblo de importación. Esto explica la constante admiración con que hablan de sí mismos y del descubrimiento diario de «su» Andalucía. Cada territorio, la suya. Andalucía brotó –sí, brotar es el verbo– de una empresa bélica que supuso la expulsión de una ciudadanía musulmana, mozárabe y judía que durante ocho siglos había creado una nación singularmente rica y diversa en lo económico, intelectualmente avanzada y poderosa en el ámbito de la política mediterránea.

Esa nación fue arrasada por unos bárbaros o extranjeros venidos del norte y huérfanos de una madurez como la que acababan de arruinar. Unos invasores que jamás lograron un andalucismo arraigado y étnicamente concebido en el sitio que ahora poseen. Hay andaluces todavía gallegos o valencianos o aragoneses. De ese tránsito histórico alumbrado con fórceps por una agresividad ajena, proviene la actual Andalucía, que está gobernada por un castellanismo hondo que es detectable, por ejemplo, en la construcción de las mejores y más representativas viviendas de la élite aristocrática: sillar austero y castellanista junto a una sucesión de casas volanderas y blancas que respiraban africanismo norteño y que hace unos años se iban transformando por la moda en habitáculos color tierra junto a la costa, color al que recurrió el musulmán en su tiempo histórico para quedar medio invisible para los piratas tunecinos. Alojamientos de una u otra raíz que sugieren muchas cosas de las que les estoy hablando de una manera muy apretada.

Una Andalucía que intentó vanamente su independencia durante los movimientos secesionistas que agitaron media España bajo el ministerio del conde-duque de Olivares, durante el siglo XVII, en que tras su lema «Multa regna, sed una lex», escribía a Felipe IV: «Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía hacerse Rey de España; quiero decir, Señor, que no se contente Vuestra Majestad con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia y Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España, al estilo y leyes de Castilla y sin ninguna diferencia; que si Vuestra Majestad lo alcanza será el Príncipe más poderoso del mundo». Hablemos, pues, de andaluces y no de Andalucía.

El andaluz actual no es fundamentalmente un fascista, tal como se define esta ideología, sino un ser que fue trasplantado desde geografías diversas a una tierra en que se mantiene sin raíces homogéneas que le provean de esa etnicidad básica que cala hasta el subsuelo para hacerse con una auténtica identidad originaria que le dote de un verdadero sentido de nación. De ahí viene su anarquismo y su inestabilidad política. Esto lo conocía perfectamente Blas Infante, el «Padre de Andalucía», que luchó ardorosamente por recuperar el perfil musulmán y mozárabe de su patria, que fue hasta cierto punto ejemplo de convivencia en lo religioso y lo cultural.

Blas Infante fue fusilado a dos pasos de Sevilla por una escuadra falangista, bajada desde los «luceros», el 11 de agosto de 1936. En el momento de la ejecución gritó dos veces «¡Viva Andalucía libre». Blas Infante hablaba árabe con algunos vecinos de pueblos que se llaman Capileira, Pampaneira, Turón… De allí llegó la tropa ahora andaluza y que abundó en un socialismo de protesta cuyos líderes se acostaban todos los días soñando con Madrid ¿Hacen falta nombres?

Pues ese socialismo ha caído ahora al ser agredida su fragilidad por una serie de conquistadores cuyos afanes íntimos, como siempre, no es la patria andaluza –¿Cuál, la de Sevilla, la de Almería, la de Córdoba…?– sino la recogida de votos conseguidos por goteo a fin de reforzar otras urnas más seguras y ajenas a Andalucía.

Durante una serie de semanas –de esto hace también muchos años– participé en una tournée con los mejores «cantaores» y «cantaoras» de la nación gitana. Como resulta obvio aclarar yo no iba a cantar, y menos algo tan espléndido como la «media granaína», sino a servir de telonero «intelectual» a mis hermanos gitanos –eso sí es una nación y no la alemana, por ejemplo– tras una temporada de estudios sobre don Antonio Chacón, renovador insigne del flamenco, allá por los finales del siglo XIX, en que los grandes cantes decaían –¡ay, mi media granaína!– tanto por falta de voces como de afición. Mi estrecha relación con la nación gitana llevó a mi conciencia la verdad o las verdades de lo que es Andalucía, una verdad sin pasado y, entre otras y escasas muestras por el estilo, la esperanza de la nueva civilización, que está de parto a juzgar por la sangre que cuesta.

Gobierne quien gobierne en Madrid, Andalucía seguirá siendo la propietaria de la imagen de las columnas de Hércules, que siguen ahí, sobre tierra andaluza y africana, para defender, con la fuerza de esa gran realidad que es el mito, el futuro humano frente a los ya asfixiados bárbaros del norte. Entonces Andalucía reencontrará su raíz africana, con todo el brillo de Al Andalus y conseguirá su fortaleza de nación. No sé lo que pensará la Sra. Arrimadas de todo lo que está diciendo este abuelo. Pero yo lo sé por un «dibé», mucho más sabio que la CIA, que al fin se enteró de que la agresión sónica que trataba de acabar con la presencia de la embajada norteamericana en Cuba eran unos grandes y brillantes grillos que celebraban su noche nupcial con sus hembras cubanas, a las que cantarían seguramente aquello tan rico de «Negra, negra consentida/ negra de mi vida/ negra de mi amor…» Y el Sr. Trump emperrado en su muro de cemento. Para acabar en esto no veo la necesidad de ser una nación.

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