Iñaki Egaña
Historiador

Aquel 11M

Como con la llegada tripulada del Apolo a nuestro satélite, o la muerte de Elvis, aún quedan reductos conspirativos que ponen en duda la autoría y la cronología de aquellos acontecimientos de ahora hace 20 años, en los que Madrid fue convulsionada por los atentados yihadistas que provocaron dos centenares de muertos y más de 1.500 heridos. No sorprende, pero sí provoca cierto estupor, una segunda vertiente, la del recorrido del discurso oficial. Cuán fácil y rápido se combina a los vascos con el fardo de la transgresión cuando interesa y cuán, de la misma manera y velocidad, se nos excluye cuando se trata de asumir responsabilidades propias, es decir, gubernamentales.

La vía conspirativa fue avalada y su camino lógico, conociendo los mimbres de la gestión del Gobierno de Aznar. Empeñado en achacar a ETA la autoría por eso de que las elecciones generales estaban a solo unos días vista, su ofensiva fue sostenida por la mayoría del arco político. Todos querían sacar tajada de la tragedia. Ibarretxe le dio más veracidad a la palabra de Aznar que a las de Arnaldo Otegi; Zapatero, firmante del Pacto Antiterrorista, dio por buenos los bulos de Acebes; y hasta el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas alumbró la Declaración 1530, condenando de ETA. Para los inmemoriados, la solicitud la realizaron Madrid y París. Así que Sarkozy también empujó. Tal y cual lo hicieron Beijín y Moscú.

Con semejante montaje mediático y político, ¿cómo no van a quedar rescoldos? Para el periodismo fue una nueva manifestación de su fragilidad, cuando no de inmundicia. Las perlas fueron abundantes, como la de la cinta de casete de la Orquesta Mondragón, junto a la de Luciano Pavarotti, transformada en tarjeta con cita de la Corporación Mondragón (MCC), con el hilo consiguiente. O la dinamita asturiana convertida en un par de frases en la titadine robada por ETA en Grenoble. Con motivo del 11S en 2001, los mismos agentes y medios ya habían avanzado majaderías por el estilo: que si en las herrikos se habían brindado con cava, que si Ibarretxe se había negado a ondear las banderas a media asta, que si ETA tenía preparado un atentado paralelo contra las torres KIO de Madrid clonado del de las Torres Gemelas de Nueva York... Cuando se trata de difamar a Euskal Herria, el camino ya está muy trillado como para inventar nuevas historias.

Por eso el bulo funcionó en ciertos escenarios y por eso su trayectoria ha llegado hasta nuestros días. El contexto era propicio. Ilegalizaciones de las estructuras y organizaciones de la izquierda abertzale, la estrategia del «Todo es ETA» llevada al extremo, apoyo internacional, adhesión constitucional (PP+PSOE)... Únicamente las elecciones a tres días hicieron despertar conciencias. ¿Qué hubiera sucedido sin comicios? La posibilidad de pergeñar un bulo más elaborado habría abierto mayores avenidas.

Bien es verdad que la mayoría, incluido Ibarretxe, se volvieron atrás. Pero incurrieron en estocadas derivadas de los atentados y mantuvieron el tipo con otra serie de actuaciones. Quedaron los pata-negras: Pedro J., Losantos, Jaime Ignacio del Burgo... incluso Aznar, que jamás reconoció el engaño. Lo que sorprende es que, después de aquello, sigan activos.

La segunda cuestión tiene que ver con el relato. La mentira trajo consigo el apaleamiento de presos, con el beneplácito de funcionarios, en las cárceles de la dispersión. También las porras y pelotas de goma en numerosas poblaciones vascas, donde denunciar el montaje gubernamental fue delito. En Iruñea, un policía y su hijo mataron a Ángel Berrueta y en Hernani, una carga de la Ertzaintza fue demasiado para el corazón de Kontxi Sanchiz. El negacionismo de la Policía Autonómica en los hechos de Hernani, avalado por sus mandos políticos jeltzales, nos recuerda que llueve sobre mojado. La homologación policial vascongada reprodujo todos y cada uno de los errores que hasta entonces había denunciado el partido hegemónico en las urnas.

En el relato construido a partir del atentado, los vascos hemos quedado relegados, cuando fuimos víctimas directas de aquel acontecimiento. Por diversas cuestiones, al margen del hurto a la verdad. Hoy, cuando se cifran las víctimas mortales del 11M, la tendencia es la de ofrecer el número de 192 muertos. Alguien se acuerda de los ocho yihadistas que murieron semanas después en Leganés, junto a un policía, pero que, a lo sumo, se añade a la lista el nombre del agente. ¿Y Berrueta y Sanchiz? Lo dejó escrito recientemente Raúl Zibechi con datos de la Universidad de Brown, en EEUU: las víctimas mortales directas e indirectas del 11S de 2001 ascienden a más de 4,5 millones de personas.

Hay otro hecho que también ha sido recogido en el acervo colectivo. Las víctimas fueron elegidas por ser españolas. La firma en las Azores por Aznar, junto a Blair y Bush, tuvo su eco. Pero no fue todo. Europa, África y Asia han sufrido los embates yihadistas. A pesar, el relato hispano cargó las tintas en esa cuestión. Ya lo soltó el presidente del Gobierno español cuando recién imputaba a ETA: «los han matado por ser españoles», ahondando en la estrategia de las dos comunidades separadas por una trinchera. El eco aún resuena. Pero hasta esa falsedad era incorrecta en origen: 50 de los fallecidos (26%) en Madrid en los atentados yihadistas eran migrantes (la mayoría, rumanos). Trabajadores que madrugaban para, con sueldos mal pagados, adecentar la capital.

En estos 20 años, las ligazones entre objetivos han continuado. Una labor zapadora para deslegitimar el derecho a decidir vasco, gallego, catalán. Para criminalizar a cualquier disidencia, con los victimarios dando lecciones a las víctimas. Por otro lado, la población civil, (infantil, mujeres y hombres no combatientes), no puede ser objetivo de organizaciones revolucionarias. Ni el discurso anticolonialista una excusa para apoyar integrismos. Aquel 11M fue una lección para muchos y su recuerdo una ocasión para seguir gestionando otro relato más cercano a la verdad.

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