¿Armas para la Paz?
Nos asaltan estos días con una inusitada presión política y mediática para que aceptemos como algo ineludible el aumento de los gastos militares y el impulso de la industria de guerra. Para ello se emplea una cuidada selección de términos edulcorados de su auténtica substancia conceptual. En ese cajón de sastre denominado «defensa» cabe todo con apariencia de normalidad. Es «normal» fabricar armas, venderlas para generar «riqueza» (¿para quién?), aumentar el tamaño y equipamientos de muerte de los ejércitos si con ello se crean puestos de trabajo y un ilusorio cordón «defensivo» de esperadas (¿deseadas?) agresiones armadas venideras. También va a ser «normal» acometer un aumento del gasto militar hasta un 3,5 o 4,5 del PIB (el coste real es mayor, por cauces indirectos) a costa de duras medidas de recorte social (servicios públicos, pensiones, educación, sanidad, cuotas solidarias, etc.). Todo en aras de una supuesta «seguridad». ¿Seguridad de qué y para quién? Este concepto ligado a la amenaza, al miedo, es tal vez el instrumento más potente de manipulación y coerción de masas, porque el miedo convence y vence.
Las Fuerzas Encorbatadas del Bien velando por nuestra riqueza y bienestar no dudan en aceptar como peaje la cuota de malestar pobreza muerte y destrucción que conlleva este negocio siempre y cuando se le aplique a otros (los no nosotros). Cabría preguntarse a quiénes consideran Nosotros, si a ellos mismos, o si caben, cabemos, algunos más.
Impresiona constatar cómo a través de los medios de comunicación se está inoculando en la población la legitimidad de la guerra como hecho inevitable, la necesidad de prepararse para acometerla, la exaltación de valores y estructuras que hasta hace bien poco se consideraban obsoletos o como mínimo ampliamente cuestionados. (La propia OTAN o la exaltación patriótica entre otros).
Máximos dirigentes políticos, gobernantes, y representantes públicos con importantes cargos institucionales afirman que la industria criminal (eufemísticamente llamada de defensa) es una industria potente, un sector con futuro que debe incentivarse, al que no hay que tenerle miedo. Ideologías aparte, dicen, olvidemos los discursos éticos, morales, preñados de prejuicios. O sea el Todo por la pasta con maquillaje de «defensa». Resulta obsceno que este sector industrial esté alcanzando las máximas cotizaciones en bolsa.
Solo se basan en ponderar los datos de su balanza. Puestos de Trabajo, Sueldos, Ganancias –versus– Capitales materiales económicos y humanos invertidos. Solo se ponderan estos platillos de medida. Dinero aquí, dinero allá, mercancía, ganancia. Pero el fiel de esta balanza apunta a un molesto centinela: El sufrimiento generado a terceros. Las víctimas de los beneficios de unos pocos, los muertos y la destrucción. Eso sí, situados bien lejos. Las imágenes de las ciudades de Ucrania y Gaza arrasadas lo dicen todo. Presentar entonces «la defensa como un bien público» o como «invertir en democracia», tal y como ha expresado el presidente del Gobierno, resulta un sarcasmo.
Esto no es defensa. Es un fraude pretender ordenar el nuevo desorden mundial con más armamento. O sea, con más amenazas, con más guerras reales y potenciales. Resulta que lo «normal» es defenderse atacando.
La finalidad última de las armas no es defender, sino asaltar, actuar matando, destruyendo. La baza final y definitiva de ese modelo supuestamente disuasorio son las armas nucleares. Quienes no las posean no podrán defenderse eficazmente, objetivamente no podrán ganar. ¿Deben, por tanto, dotarse todos los países del poder nuclear para estar equiparados y poder jugar las guerras a fondo hasta la última carta, sabiendo lo que eso significaría?
Si todas las guerras acaban en mesas de negociación, ¿por qué no pasar directamente al diálogo ahorrando los muertos, la destrucción, los desplazamientos forzados de poblaciones? En este sentido organizaciones como naciones Unidas (desafortunadamente inoperante en la práctica) tendrían un importante papel a jugar como mediador, garante, tutor e instaurador de procesos y decisiones.
Ante esta nueva era de rearme «normalizada» ¿cómo defendernos de la defensa que nos montan? ¿Es posible la emergencia y socialización de otros códigos de pensamiento que permitan percibir de forma diferente esta realidad impuesta? ¿Es posible impugnar el gasto de rearme propuesto en Europa de 800 mil millones de euros? (Sí, sí, 800 mil millones. Imaginemos lo que se podría hacer con semejante cifra, empleándolo en el desarrollo del continente africano, por ejemplo, o en la lucha contra la emergencia climática) ¿Quién necesita realmente emplear esos recursos económicos en lo que pretenden? ¿No es la guerra un factor inherente a la deriva del sistema capitalista? Su loca dinámica de fabricación de armamento, rearme de ejércitos, guerra, reconstrucción de lo destruido… Y vuelta a empezar el bucle comercial de este modelo económico perverso que convierte el sufrimiento y la explotación en negocio, en mercancía. Realmente ¿quiénes y qué ganan con todo esto? No hay geo-estrategias ni beneficios que justifiquen este escándalo. Decirlo alto y claro es una invitación a la rebelión, a la insumisión, a la guerra en todas sus formas, fases y procesos.
En las guerras combatientes y víctimas son los mismos. La misma extracción social. El mismo sacrificio. Los de siempre pagan el precio más alto sin saber muy bien por qué, más allá de las soflamas con las que les han alimentado. El combatiente ruso y el ucraniano son iguales. Jóvenes trabajadores empujados a matar y ser matados entre ellos y asesinando a la población civil. Ya lo advirtieron Rosa Luxemburgo y los espartaquistas cuando instaron a la clase trabajadora de todos los países a la desobediencia civil contra los ejércitos en la I Guerra Mundial. Hoy, la restauración del servicio militar y la sombra del reclutamiento forzoso planean sobre el escenario indeseable al que nos están empujando.
Impugnar el si vis pacem para bellum (si quieres la paz prepara la guerra) no es una opción. Es una cuestión de supervivencia como especie. Liberarnos de la mentalidad bélica que se nos está inculcando de forma cada vez menos sutil. ¿Hasta cuándo estamos dispuestos a admitir esta pérdida de juicio colectiva, esta naturalización de lo anormal?
Si estamos contra la guerra deberemos estarlo contra toda la cadena que la posibilita, empezando por la fabricación de armas en nuestro territorio, donde se deriva dinero público a empresas de fabricación de componentes armamentísticos. Abogar por la reconversión de esas industrias para bienes de interés público, civil y medioambiental ofreciendo alternativas para ello. Si queremos la Paz deberemos desactivar en nuestra mente y pensamiento la falsa normalidad de la guerra y la violencia para resolver ningún conflicto. Liberarnos de la imagen del «enemigo» (¿Quién y con base en qué determina quién es nuestro enemigo?), del maniqueísmo superficial de buenos y malos.
Cuestionar los discursos oficiales y mediáticos legitimadores del aumento del gasto militar y los ejércitos. Desenmascarar el Made in secret de la industria armamentística amparada por la complicidad participada de los gobiernos. En definitiva, ejercer una resistencia política, moral, filosófica, religiosa al pensamiento único unidireccional impuesto por los poderes políticos y mediáticos. Porque ya no se trata de elegir entre Guerra o Paz. Se trata de sobrevivir. Para ello se precisa oponer un nuevo paradigma humano al paradigma bélico al que nos conducen. Desarmar el pensamiento. Estar dispuestos a vivir y relacionarnos de otra forma como humanos y con el planeta de manera más igualitaria, menos explotadora y extractivista.
Las armas siempre han sido son y serán para la guerra, su sentido último es ser utilizadas. La acumulación de armamento no disuade. Por el contrario, invita al enfrentamiento. La Paz forzosamente tendrá que ser desarmada. Este es el sentido común que nos ha mostrado la historia. Hora es de aplicarlo.
Constitución Republicana de 1931: Artículo 6º. España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional.