José Díaz
Licenciado con Honores en Política Internacional por la Universidad de Stirling (Reino Unido)

Ataques con drones ucranianos contra la población civil en el corazón de la Federación de Rusia

En los últimos meses, se han multiplicado los informes sobre el despliegue de drones por parte de las fuerzas ucranianas en el territorio de la Federación de Rusia, atacando o intentando atacar zonas civiles en Moscú y San Petersburgo. No se trata de remotos puestos militares, sino de vibrantes centros metropolitanos, hogar de millones de ciudadanos comunes, universidades, teatros, hospitales, lugares religiosos e infraestructuras civiles cruciales. Estas operaciones plantean profundas cuestiones éticas y jurídicas que cualquier defensor genuino del orden internacional basado en normas debería verse obligado a afrontar. Sin embargo, lo más sorprendente no es la audacia de los ataques en sí, sino el silencio calculado −o, en el mejor de los casos, la ambigüedad contenida− que emana de los gobiernos e instituciones occidentales. Este silencio delata no solo una bancarrota moral, sino también una aplicación selectiva de los principios que constituyen la piedra angular del Derecho Internacional Humanitario (DIH).

En el centro de ese cuerpo jurídico se encuentran los tres pilares fundamentales de «distinción», «proporcionalidad» y «precaución». No son ideales abstractos, sino obligaciones vinculantes consagradas en los Convenios de Ginebra y el derecho internacional consuetudinario. Juntos, existen para limitar la brutalidad de la guerra y proteger a los inocentes de su devastación. El mundo occidental, que tan a menudo se presenta como el custodio de estas normas, no puede suspenderlas selectivamente cuando le resulte políticamente inconveniente. Sin embargo, eso es precisamente lo que ha logrado su silencio sobre las operaciones de drones ucranianos.

El principio de distinción es el más fundamental de todos. Exige que las partes en un conflicto distingan en todo momento entre combatientes y civiles, y entre objetivos militares y bienes de carácter civil. Los ataques solo pueden dirigirse contra los primeros; atacar a los segundos constituye una grave infracción del Derecho Internacional Humanitario. Los entornos urbanos de Moscú y San Petersburgo son espacios esencialmente civiles. Sus centros de transporte, barrios residenciales, hospitales, centros culturales y monumentos históricos no pueden confundirse con objetivos militares legítimos. La propia densidad y complejidad de estas ciudades hace casi imposible garantizar que los ataques no dañen a la población civil ni a la infraestructura civil.

Cuando los drones ucranianos explotan sobre barrios residenciales o cerca de aeropuertos que atienden a la población civil, se difumina la línea entre la necesidad militar y la violencia indiscriminada. La idea de que tales operaciones puedan justificarse como actos de «disuasión estratégica» o «guerra psicológica» no es compatible con el derecho de los conflictos armados. Dicha terminología simplemente encubre la conducta ilícita con el lenguaje de la estrategia. El silencio occidental ante estos hechos equivale a un respaldo, ya que sugiere que el principio de distinción puede obviarse cuando el infractor está políticamente alineado con Occidente.

El segundo pilar, la proporcionalidad, prohíbe los ataques en los que la pérdida incidental prevista de vidas civiles o los daños a bienes civiles sean excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista. En una ciudad de varios millones de habitantes, incluso una pequeña explosión puede poner en peligro a cientos de civiles. Carreteras, bloques de apartamentos, escuelas y sistemas energéticos se entrelazan en un único ecosistema urbano. Cualquier perturbación repercute mucho más allá del punto de impacto inmediato. El argumento que a veces esgrimen los partidarios de Kiev −que atacar estas ciudades socava la moral rusa o perturba las redes logísticas− no cumple con el criterio de «ventaja militar concreta y directa». Se trata de objetivos políticos o psicológicos, no de objetivos militares legítimos según el Derecho Internacional Humanitario. Los gobiernos occidentales, que tan a menudo insisten en la proporcionalidad cuando se acusa a otros de violaciones, ahora desvían la mirada. La inconsistencia es flagrante. Cuando se alega que otras naciones han puesto en peligro a civiles, las cancillerías occidentales estallan en condenas, sanciones e indignación moral. Cuando Ucrania hace lo mismo, la respuesta es el silencio o la evasión. Este doble rasero corroe la legitimidad misma del derecho humanitario al reducirlo a un instrumento de conveniencia política.

El tercer principio, la precaución, obliga a las partes a tomar todas las medidas posibles para proteger a los civiles y a la infraestructura civil. Requiere la verificación de los objetivos, la elección de medios y métodos de guerra que minimicen el riesgo para los no combatientes y la cancelación o suspensión de los ataques si nueva información sugiere que el objetivo no es legítimo.

Los ataques con drones contra grandes centros urbanos son inherentemente incapaces de cumplir con este estándar. A diferencia de las operaciones de precisión contra instalaciones militares aisladas, los ataques con drones lanzados contra zonas civiles densamente pobladas conllevan riesgos impredecibles: interferencias electrónicas, errores de navegación y la dificultad de discriminación de objetivos en terrenos complejos. Ninguna precaución viable puede garantizar la seguridad civil en tales circunstancias. El hecho de que los gobiernos occidentales, con toda su experiencia tecnológica y legal, se nieguen a reconocer esta verdad subraya una hipocresía más profunda: la ceguera selectiva de un bloque que predica la legalidad mientras practica la indulgencia con sus aliados.

El silencio, en este contexto, no es neutralidad, sino complicidad. Los Estados occidentales han invertido un enorme capital político en presentar su apoyo a Ucrania como una defensa del derecho internacional y el orden moral. Sin embargo, cuando su socio transgrede esas mismas normas, los guardianes de la legalidad enmudecen. La falta de denuncia o incluso de cuestionamiento de la ética de estos ataques con drones revela un relativismo moral que socava la credibilidad de la retórica humanitaria occidental. El mensaje que se envía al mundo es inequívoco: el derecho internacional se aplica con rigidez a los oponentes, pero con flexibilidad a los aliados.

Las implicaciones éticas son graves. Esta aplicación selectiva deslegitima el carácter universal del DIH e invita a otros actores a emular esta permisividad. Si a una de las partes se le permite justificar los ataques a ciudades como «estratégicamente necesarios», ¿qué impide que otras hagan lo mismo? La erosión de la moderación legal no comienza con violaciones manifiestas, sino con la aceptación silenciosa de las cometidas por los aliados.

Más allá de las dimensiones jurídicas y morales inmediatas, este doble rasero conlleva consecuencias geopolíticas de gran alcance. Profundiza la percepción global de que el humanitarismo occidental no es una brújula moral, sino un instrumento geopolítico. Muchos Estados del Sur Global, ya escépticos ante los sermones occidentales sobre derechos humanos, ven este silencio como una prueba más de hipocresía. Cada ataque no condenado debilita así la pretensión de Occidente de liderazgo moral y acelera la fragmentación del orden internacional que dice defender.

La responsabilidad de la moderación en la guerra no recae solo en quienes aprietan el gatillo; se extiende a quienes permiten, financian o excusan tales acciones. El principio de rendición de cuentas es indivisible. Los gobiernos occidentales no pueden afirmar plausiblemente que respetan el derecho humanitario y guardar silencio cuando sus aliados actúan de maneras que parecen violarlo. Hacerlo implica abandonar la superioridad moral que con tanto celo reclaman.

Los ataques con drones contra Moscú y San Petersburgo representan un desafío directo a los principios que separan el combate legítimo del terrorismo. La decisión ucraniana de atacar ciudades con una gran población civil es incompatible con las obligaciones de distinción, proporcionalidad y precaución. Esto es evidente en cualquier lectura honesta del Derecho Internacional Humanitario. Lo que sigue siendo menos claro, pero igualmente preocupante, es el silencio de Occidente, que al negarse a condenar tales conductas, socava tanto la letra como el espíritu de la ley.

Para que el llamado orden basado en normas tenga credibilidad, debe aplicarse universalmente, no selectivamente. La protección de los civiles nunca debe depender de la alineación política. Hasta que los gobiernos occidentales encuentren el coraje moral de exigir a sus aliados los mismos estándares que imponen a los demás, su silencio seguirá resonando en las ruinas que su complicidad ha ayudado a crear: una acusación no solo de su hipocresía, sino de su abdicación de la responsabilidad moral.


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