Asier Ventimiglia
Sociólogo

Banderas de estado

Una nación necesita que sus habitantes sientan una identificación directa a través de una interacción que exalte el sentimiento de pertenencia: una bandera, un himno, un escudo.

¿Cuántas veces hemos oído al triplete de la (ultra)derecha españolista declarar que ellos no son nacionalistas, y que quienes sí lo son están en los movimientos independentistas? Unas cuantas veces, seguro. Sin embargo, puede que no les falte razón, porque para ser nacionalista se debe reivindicar la existencia de una nación, y eso a lo que ellos llaman España no lo es. En el fondo, ellos mismos saben que a lo que el Estado español le sobra de autoritarismo, le falta de cultura y tradiciones propias (que no expoliadas y apropiadas como suyas).

¿Y si España fuera una nación, por qué su festejo nacional del 12 de octubre consiste en recordar su invasión a otras comunidades y naciones? Quizás sería más «nacional» que el festejo anual de una nación consistiera en poner de manifiesto las características culturales de la misma, no su invasión a otras. Al fin y al cabo, carentes de lo propio, celebran la usurpación a los otros.

¿Pero qué es una nación? Nos preguntaríamos al leer los primeros dos párrafos. Si bien es un concepto que ha adquirido diferentes definiciones a lo largo de la historia, estaremos de acuerdo en que es el sentido más amplio de comunidad, donde lo colectivo elabora valores consuetudinarios que terminan convirtiéndose en tradiciones, la lengua se convierte en paradigma de identidad porque no solo permite una comunicación verbal, sino que además construye comunidad y singularidad. No obstante, en la modernidad el concepto de nación adquirió un significado diferente; ya no se trataba de características propias de un territorio, sino que tras las revoluciones francesa y estadounidense, se empezó a emplear el término Estado-nación como una nueva forma de organizar a la sociedad, aupado por el molde del liberalismo que habían desarrollado Montesquieu y John Locke. Los viejos imperios se reconstruyeron en Estados, aunque eso no significó que el modus operandi imperialista hubiese terminado: a pesar de que EEUU se liberara de un imperio, tras su independencia empezó a actuar como uno más, aunque a sabiendas de que el desarrollo intelectual dejaría obsoleta la organización clásica y más notoria de un imperio. Paulatinamente, los viejos imperios fueron transformándose en Estados-nación que a primera vista parecían haber logrado adaptarse a la modernidad, pero para su final consecución necesitaron de diversas formas de legitimación que usurparon de las naciones sin Estado.

Una nación necesita que sus habitantes sientan una identificación directa a través de una interacción que exalte el sentimiento de pertenencia: una bandera, un himno, un escudo. Las naciones y comunidades existentes las tenían, pero los viejos imperios reconvertidos en nuevos estados necesitaban también construir ese concepto de pertenencia. Para lograr esa interacción y por ende esa conexión entre el Estado y la sociedad, los viejos imperios reconvirtieron sus insignias –que les diferenciaba del resto de imperios (como forma de demostración de poder)– como símbolos nacionales, que, recuperando la definición comunitaria de nación, no tenían ninguna característica propia de una nación, simplemente se emplearon dichos símbolos como un mecanismo de atracción hacia una figura que carecía de trasfondo cultural. Para ello era de condición sine qua non que se suprimieran las banderas y singularidades culturales de las naciones colindantes que entraban dentro de la administración del Estado, con la finalidad de que esa conexión entre sociedad y Estado que otorgaría al poder la legitimidad necesaria para constituirse como autoridad no se pusiera en peligro. El Estado necesitaba que su población lo asimilara como una sola nación, y para evitar cualquier choque con lo verdaderamente nacional, se formalizaron las nuevas fuerzas de represión; viejos perros del imperio reconvertidos en nuevas formas de seguridad del Estado (sí, seguridad del Estado, no de la gente). Así mismo, la figura de la Monarquía se mantuvo intacta aún tras la transición, pues el Rey representa la personificación de esa unión de símbolos imperiales que hoy adquieren la connotación de comunidad.

De esta manera, se constituían las nuevas banderas de Estado que además de carecer de un sentido comunitario como lo deberían, servían (y sirven) como forma de interaccionismo simbólico que tiene la finalidad de respetar a una autoridad que se aprovecha de esa conexión entre sociedad y Estado para arremeter contra las naciones que coexisten en un territorio geográfico. El Estado español creó un intento de comunidad a través de la represión, por lo que no es de extrañar que su día nacional consista en reivindicarlo, sustituyéndolo a través de la neolengua como «un descubrimiento».

Recordemos la proclama «España es una nación de naciones» de Pedro Sánchez cuando ganó las primarias del PSOE en 2017, que causó mucho revuelo. Lo que vino a decir sin quererlo ni beberlo es que España es una «nación» que se construyó expoliando las características singulares de otras naciones. Para finalizar, el soberanismo en Europa ya empieza a poner de manifiesto con el mayor respaldo social histórico que va siendo hora de repensar la relación entre Estado y nación, marcando el camino hacia la ruptura con un modelo de organización social que surge tras las cenizas que dejó la muerte de los imperios, pero rediseñado por el liberalismo.

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