Iñaki Egaña
Historiador

Calmas y tempestades

A las últimas generaciones, las surgidas ya en las postrimerías del siglo XX, la explosión nihilista les ha alcanzado de lleno.

Hemos tenido varios procesos electorales en apenas un mes y las lecturas se multiplican. Entre todas ellas, una que se ha repetido en varios foros. Euskal Herria, al menos sus territorios al sur de la muga, ha marcado la impronta de la calma, frente a las tempestades que ya azotan o se auguran en otros lugares, Catalunya por ejemplo.

Hay un refrán español que apunta una frase bastante manida: «Después de la tempestad viene la calma». Efectivamente, hemos vivido una fase de gran tensión política que se ha prolongado durante las últimas décadas. Cerca de 1.400 muertos, más de 10.000 heridos (de ellos 2.500 por ETA), 40.000 detenidos por razones políticas, más de 5.000 torturados (aún sin calibrar definitivamente, la cifra podría doblarse), miles de actos políticos apaleados, 3.000 exiliados, varios cientos de desplazados, cerca de una decena de desaparecidos, opciones políticas criminalizadas, cierre de medios de comunicación, más de 3.000 acciones violentas de diversos grupos armados vascos, más de 11.000 actos de sabotaje, 800 personas, en general de la izquierda abertzale, atacadas por mercenarios al servicio de los Estados (83 muertos)…

Los costes de un más que evidente conflicto identitario, y en menor medida de clase, han dejado a la sociedad vasca exhausta. Las diversas expresiones político-militares de la Euskal Herria disidente con el modelo político han sido excepción en el llamado Primer Mundo, donde los niveles de calidad de vida, incluso para los oprimidos, están por encima del resto del planeta. Hoy, desde la perspectiva, parece extraordinario que grupos como ETA, en sus diversas ramas, Iparretarrak, Hordago, Comandos Autónomos o Iraultza, hayan sobrevivido en medio de una represión feroz. Habría que recordar que antes de su disolución ETA era el grupo armado, entre los no estatales, más longevo del planeta, por delante de las FARC o del ELN.

Euskal Herria, por otro lado, ha soportado el mayor índice policial per cápita de Europa. Por encima de escenarios que, a priori, considerábamos en guerra abierta, tales como Chipre, Kosovo o Ulster. Las carreteras, las vías de comunicación, han estado plagadas de controles policiales y militares, como si se tratara de Afganistán. Controles que provocaron dos docenas de civiles muertos.

El recambio policial en estas décadas aseguró su continuidad. Más de cien mil policías y guardias civiles fueron destinados a Euskal Herria en los últimos 50 años. Pluses para los agentes policiales, sueldos muy por encima de la media para los escoltas. Los primeros en contrariarse con aquel alto el fuego de 2010: «tregua trampa», dijeron.

En cambio, en el otro lado de la balanza, los recorridos han arrastrado a generaciones con padres e hijos compartiendo prisión, exilio. Simultáneamente o en épocas diferentes. Algunos, cada vez compruebo que son más, llegaban de una generación derrotada y vilipendiada en 1936. Hijos, nietos de aquellos machacados por el fascismo.

Hoy, sabemos con casi total certeza, que al menos 5.500 vascos fueron ejecutados, la mayoría sin juicio previo siquiera, en la retaguardia franquista. Y que Gernika no la quemaron los rojo-separatistas, como durante años nos metieron con calzador en los telediarios, sino que fue una orden militar para acabar con uno de los mayores símbolos de la soberanía histórica de Euskal Herria.

La mayoría de las familias vascas conocieron por cercanía la tortura, la prisión, el alejamiento. La mayoría de las familias, en Barakaldo, en Tudela, en Baiona, en Agurain, en Arrasate… aún sin compartir los objetivos de los insurrectos, sabían perfectamente de la hipocresía que los medios escritos, la televisión, transmitían. El sufrimiento a este lado de la barricada. Hasta ese fanático de las letras españolas que escribió “Patria”, el libro de cabecera del expresidente Rajoy, dedica un capítulo a la tortura.

La tempestad no ha terminado, a pesar del desarme y disolución de uno de los activos en ella, ETA. La tempestad continúa con ecos de amenazas, de continuidad penitenciaria, de cuarteles asentados en el centro de las ciudades, de humillaciones militares. Pero es evidente, también, que la intensidad, se ha reducido, aunque el potencial siga intacto. Al menos en lo que corresponde a los Estados.

Es así que, sorprendentemente para quienes llevamos tantos años imbricados en este escenario, que el término «conflicto», que no ha desparecido de la realidad, se haya evaporado de los debates. Que la historia más reciente, con todo su dramatismo, sea automáticamente disipada por parte de sus protagonistas y también por las generaciones que, por razones biológicas, no la conocieron. Que ETA, IK, Herri Batasuna, “Egin”, Mesa de Altsasu… incluso nombres como Argala, Txabi Etxebarrieta, Krutwig o Txomin Iturbe sean tratados como si fueran de la generación José Antonio Agirre, Eli Gallastegi, Elvira Zipitria o, incluso, Zumalakarregi o el cura Manuel Santa Cruz.

El tiempo pasa muy deprisa. Demasiado deprisa. Las generaciones comprometidas que surgieron al calor de las décadas de 1960 sufrieron un coste descomunal. A los que no les tocó, intuyeron el drama del vecino. A las últimas generaciones, las surgidas ya en las postrimerías del siglo XX, la explosión nihilista les ha alcanzado de lleno.

Tenemos un pasado reciente que se repite con una machacona insistencia. Después de las guerras dinásticas del siglo XIX, después de los conflictos abiertos del XX, de la guerra civil… la aspiración de espacios en calma, lejos de las tempestades, acompasa a la transición.

Y en esta ocasión, efectivamente hay algo de cierto en esa elección que parece transversal. Deseamos una tregua en nuestros recorridos políticos. Y por eso algunos sectores de nuestra sociedad buscan refugio. Otros, en cambio, seguimos en esa senda trazada costosamente. Porque las consecuencias de ese conflicto que ahora se nomina con minúsculas siguen sin resolverse. Y eso es una urgencia, sobre todo para los presos.

Buscar