Ander Jiménez Cava

Carta a un patriota español o de donde sea

Hay políticos que hacen uso de ese sentimiento para obtener poder. Poder sobre otros seres humanos. Compartan o no la misma patria. Hay políticos para los cuales, ese sentimiento bueno que tenemos es un filón que utilizan como dispositivo para captar votos.

Sentirse español no es malo. Seguramente te sientas español por episodios relacionados con tu infancia. Por las nanas que te cantaban para dormir. Porque te amamantaron en esa lengua, eran palabras que oías en la cuna. Seguramente te sientas español porque jugaste en ese idioma, por las canciones, porque tienes el recuerdo incrustado de que España era ese pueblo rural, esos cañaverales, los animales de granja, hasta la paja del sombrero de aquel viejo. Los secarrales o los bosques de chopos. Te comunicabas en ese idioma con tu familia, con tus hermanos, con tus amigos. Todo tu entorno estaba mediado por esa lengua y asociabas esa idea a todo lo que amabas. Porque esa idea no es un espacio físico, sino uno imaginario, pero que se construye a través de las relaciones que se establecen en un mundo muy real y material: tu casa, tu barrio, el contacto físico de las personas que te quieren, te cuidan y te escuchan; sin los cuales eres débil, vulnerable, estás solo.

Hay otras personas que también tienen ese sentimiento, tan propio de la naturaleza humana. Pero, en lugar de asociar esas cosas buenas con España, las relacionan con otra idea, y su imaginario tiene otro nombre; quizás Euskal Herria, quizás Catalunya. A lo mejor, sus abuelos les daban en euskera las almendras recién cogidas del árbol, almendras que no tenían patria pero cuyo sabor nos retrotrae a lo mejor de nuestras vidas: la pura inocencia. Es posible que esas otras personas portadoras del mismo sentimiento, lo llamen de otra forma porque esas cosas que amaban y que provocan la nostalgia de un lugar en el mundo: el cariño de su amoña, las migas en su mandil, el olor a potaje y las ovejas que pastaban en la niebla…; para ellos, todo eso era en euskera. Y no se puede despegar ese sentimiento de esa idea, sería una falta de lealtad al amor más puro, a las relaciones que nos hermanan como seres humanos, y a la gente que nos ayudó en el proceso que nos convirtió en personas. Pero ese sentimiento no está en un mapa, porque no se puede cartografiar un olor, ni una voz. No se puede representar con las herramientas de la geografía. El principio de la nostalgia, a pesar del nombre que le demos, no nos diferencia, nos iguala.

Sin embargo, hay políticos que hacen uso de ese sentimiento para obtener poder. Poder sobre otros seres humanos. Compartan o no la misma patria. Hay políticos para los cuales, ese sentimiento bueno que tenemos es un filón que utilizan como dispositivo para captar votos. La herida nacional en el Estado español genera réditos a un lado y a otro. Apelar a los sentimientos más profundos: he ahí la mejor recomendación para gente sin escrúpulos que no duda en mercadear con aquello que nos toca tan adentro. Ya Aristóteles denunciaba hace más de dos mil años la demagogia, una degeneración de la democracia que consistía en la estrategia tramposa de apelar a las emociones, a los prejuicios y a los miedos para ganarse el favor popular.

Sentirse español no es malo, desde luego. Pero sí es malo celebrar el dolor de otros. Lo que es malo es espolear a los policías que van a golpear a otras personas porque quieren votar. Votar, además, para dotarse de los mecanismos que consideren oportunos para organizarse políticamente. ¿Cómo se ha transformado un sentimiento bueno en odio? ¿Quién se beneficia de que el debate sobre la autonomía política se convierta en un partido de fútbol donde el balón que pateamos es nuestra propia susceptibilidad?

El vil uso de ese sentimiento no pertenece a un bando en exclusiva. Es cierto que se aprecia muy claramente cuando Albert Rivera viaja a Altsasu o a Errenteria. Como un hooligan que se mete en las gradas del equipo contrario para enardecer a los suyos desde lejos y gritarles: «¡Eh, miren, estoy aquí, yo solo, reconquistando vuestra España!», como alardeando de un destierro ético. Él sabe que crispando el ambiente ensancha su caladero de votos, a costa de arrogarse un papel de víctima que no le pertenece, sin ningún escrúpulo, y a pesar del esfuerzo y sacrificio que hacen a diario a favor de la convivencia quienes son víctimas reales. Su autoafirmación identitaria radica en negar la de los demás, y el polvorín que genera al hacerlo le sale muy rentable electoralmente.

Pero la utilización perversa de ese sentimiento también se da desde el nacionalismo vasco y catalán cuando el discurso racional y argumentado pasa a un segundo plano, y la apelación a las emociones acapara el debate. Esto se observa cuando se presenta la cuestión nacional con una falsa dicotomía entre España y «los pueblos», que suelen ser Euskal Herria, Catalunya, Galiza o Andalucía según el día: históricos, singulares e irredentos. Como si hubiera unos pueblos que lo son más que otros, o como si las políticas relativas a Asturies o a Murcia se plantearan en otro lenguaje y los problemas como el paro, el acceso a la sanidad o el machismo fueran esencialmente diferentes. También, apelando al sentimiento de identidad nacional y contra toda evidencia, se nos ha alertado del carácter no antifascista de la izquierda española, en un intento patoso de contrarrestar la fuga de votos hacia Podemos.

En realidad, son dos los territorios donde se niega una voluntad política manifiesta: Catalunya y Euskal Herria. Ambos tienen un conflicto abierto y permanente con el Estado relacionado con la legitimidad democrática y el sujeto de la soberanía. Es ahí donde existen argumentos y razones políticas para combatir la irracionalidad y la imposición. El Estado pisotea los derechos de la mayoría de la población en estos dos territorios; utilizando la ley para negar la democracia, y el sentimiento de identidad nacional para lograr adhesión. Pero no es a un sentimiento al que le corresponde un Estado, sino la libertad política la que ha de realizarse a través de unos mecanismos libremente acordados por la gente. Porque si los gobernantes no son simples mensajeros de la voluntad popular, no hay democracia.

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