Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Carta al Sr. Iglesias

No se puede hablar con el talante que usted requiere, Sr. Iglesias, cuando el lenguaje adversario se emite en un infantil balancín de la inconsecuencia; cuando el residente de la Moncloa exige que su oponente se arrodille para solicitarle perdón por sus ideas.

Sr. Iglesias: ¡Que difícil es hoy la lealtad en la política española! No me refiero ya a la lealtad con ideas en la recámara –que es la lealtad seria– sino a una lealtad personal e incolora; más bien a una simple simpatía de café con churros. Pero hasta este tipo de lealtades ligeras se me escurre a veces entre los dedos como agua para chocolate. Recordemos en esa magnífica película –“Agua para chocolate”– la escena en que un personaje siente la angustia de un buñuelo al ser aproximado a la sartén hirviente. Pues ese buñuelo soy yo, Sr. Iglesias, tras su afirmación de que la defensa de la autodeterminación y la recusación de la monarquía tal como hicieron los nacionalistas en el Parlament de Catalunya son puras «gesticulaciones» ¿Se da usted cuenta, Sr. Iglesias, de su sorprendente aproximación a las posturas facciosas predominantes en Madrid? Posturas facciosas entendidas por mí como identificación ideológica, no como injuria despreciable ¡Agua para chocolate!

Desde ahora exigiré a usted, para no dejarme llevar por una simpatía residual, que en la mesa ideal en que usted y yo compartimos a veces un izquierdismo patriótico figure, como garantía de certeza en lo que se diga, un mantel con la bandera republicana, ofendida un millón de veces por el fascio español, aunque fuera en su día la enseña de un verdadero Estado democrático y de derecho como ahora se repite a modo de loro en jaula. Esa bandera operará en mí como un fiel contraste de lo que digamos. En ese recuerdo republicano que me revive ¿aún exige usted, Sr. Iglesias, perfeccionismos nacionalistas en la dura y complicada batalla? ¡Ay, Carmela!

Cómo hablar con sosiego en el Parlament cuando la calle catalana ha sido descordada por la violencia adosada a la ley y el orden? ¿Cómo hablar británicamente cuando sobrevuela la locución española un dirigente español y posible «premier», el Sr. Rivera, que se atreve a decir esta monumental cosa: «El nacionalismo es incompatible con la democracia»? ¡Él, criticando al nacionalismo! ¡Él! ¿Cómo hacerse oir serenamente en un país que admite tal desvarío sin mostrar horror alguno?

Sr. Iglesias, no se puede exigir ordenada política en esa tempestad de grito, cárcel y policía. No se puede hablar con el talante que usted requiere, Sr. Iglesias, cuando el lenguaje adversario se emite en un infantil balancín de la inconsecuencia; cuando el residente de la Moncloa exige que su oponente se arrodille para solicitarle perdón por sus ideas.

Sobre ese mantel republicano del que antes hacía mención, usted habría de hablarme, si llegara ese encuentro, de progreso, de izquierda, de amor al pueblo y de libertad, sin brindarme otro churro como el que ha mojado usted en su chocolate aguado.

Sr. Iglesias, tras leer su mentada frase acerca del perfeccionismo exigible para avanzar en la libertad de Catalunya me fui a la cama con los ojos húmedos y al pasar ante el armario de luna de la habitación mil pájaros me cantaron una canción republicana perteneciente al momento en que la calle defendía heroicamente la democracia de los «rojos», aunque España no era fascista ni roja; era, profundamente, un Estado democrático de derecho. Pero un Estado hecho por el hombre y para el hombre. Un Estado que, antes y después de dos Repúblicas muy breves, se dedicó a construir una historia no hecha de principios sino de finales incombustibles anclados en el puerto al que nunca llegó el gran navío de la modernidad.

Era, Sr. Iglesias, el 18 de julio de 1936 y yo, niño de siete años cumplidos ese día, escuché atentamente desde una ventanilla del tren estacionado en Venta de Baños, y que me llevaba de vacaciones a casa de mi abuela paterna, el mensaje que permaneció en mí durante el resto de mi vida: «¡Compañeros de la UGT, mañana a la huelga general de ferrocarriles contra el levantamiento faccioso de Africa!». Pocas horas después me recibía mi familia en el Mieres de las minas y me convertí en un niño republicano de por vida, que se forjó en libertad bajo las bombas alemanas e italianas y asistió por último al desmadejado paseo de las unidades moras victoriosas que ayudaron a Franco bajo la mentida promesa de dar la soberanía al Marruecos jalifal frente al Sultanato del Marraquech francés. Hoy, pasados los noventa, sigo siendo un niño republicano al que le arrebataron España. Tan solo me he equipado con otro diálogo intrapersonal: ¿qué fue de aquella UGT? ¿Qué queda de aquel sueño de libertad? ¿Por qué no surgen a la luz aquellos republicanos? Acaba de publicarse un libro de Preston sobre la traición, dice el título, del 1976 a los españoles. Yo creo que ese título es un error. En 1976 muchos españoles se traicionaron a sí mismos, porque esos españoles no eran ni son de izquierdas o de derechas, de un partido o de otro, progresistas o reaccionarios; son simplemente españoles a la espera de otro líder. Dios nos ampare, pero más que de inverecundos españoles, de nuestros vocingleros dirigentes que se declaran demócratas mientras encienden el televisor para ver el vaivén de lo que queda de Franco.

Digo todo lo que antecede con el espíritu modernista y discretamente audaz del Ramón Gómez de la Serna en su “Automoribundia”, que conferenciaba sobre España a la luz de una vela y después se comía la vela. Sigo siendo un niño al que la República se le ha quedado viva entre los brazos ¡Ay, Carmela! Todo lo demás, Sr. Iglesias, agua para chocolate.

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