José Ignacio Camiruaga Mieza

Como si el horror de la guerra no existiera

Llamémoslo como queramos −genocidio, masacre, represalias− sin embargo, es algo inimaginable, si los números no nos dicen que es la realidad despiadada. De la que Estados Unidos y Europa (incluida Suiza) −que arman a Israel para que haga lo que quiera, sabiendo que Israel no quiere la paz, sino solo la guerra− son cómplices: sin vergüenza, sin el menor pudor, haciendo alarde de una impunidad totalmente inmerecida, todos juntos, al unísono, burlándose de los derechos humanos, del derecho internacional, de las resoluciones de la ONU.

Algo desconcertante está sucediendo, sobre todo para una Europa que todavía hace unos años presumía orgullosa de sus raíces cristianas e ilustradas.

¿Qué nos hace ciegos ante el sufrimiento ajeno? ¿Es un rasgo necesario, que ayuda a ganar guerras, o la capacidad de reconocer el sufrimiento ajeno podría realmente poner fin a la guerra lo antes posible? Tal vez sea la insensibilidad lo que nos permite avanzar.

El dolor puede ser cegador: no puedes ver nada más que tu propio sufrimiento. El dolor de los gazatíes es invisible a los ojos de los israelíes. El dolor de los israelíes es invisible a los ojos de los gazatíes. Los propalestinos se niegan a reconocer o compadecer las vidas perdidas en Israel. Los proisraelíes se niegan a reconocer la pérdida de decenas de miles de vidas de civiles en Palestina.

El primer ministro Benjamin Netanyahu utiliza la idea de que si «apoyas a Israel», debes apoyar sin reservas la continuación de la guerra, pero Palestina tiene derecho a existir, igual que Israel. De lo contrario, no podremos caminar juntos.

Algún día. Quizá dentro de una semana o de dos años, ¿quién lo sabe? Pero un día ocurrirá: un día esta guerra terminará y en ese momento tendremos que enfrentarnos a la pregunta que solemos evitar hacernos: ¿y ahora qué?

La palabra «paz» causará vergüenza entre muchos israelíes. ¿Cómo podemos intentar hacer las paces con quienes han irrumpido en nuestros kibutzim y ciudades y han exterminado a propósito a familias enteras? ¿Cómo podemos siquiera hablar de futuros acuerdos mientras la guerra sigue haciendo estragos a nuestro alrededor? Sin embargo, la alternativa es mucho más aterradora.

Dos Estados. Quienes hablan de un Estado −el llamado Estado binacional− ignoran la intensidad del odio entre los dos pueblos. Los que afirman que dividir la tierra en dos estados es imposible olvidan que, con suficiente voluntad y creatividad, cualquier solución es posible. Lo que hace falta, sin embargo, es el reconocimiento mutuo del sufrimiento. Todo el mundo debe abrir los ojos al trauma de los demás.

No se trata de un juego de suma cero. Esto no son las Olimpiadas del sufrimiento: podemos luchar por el derecho de los palestinos a tener su propio Estado y su propia vida, y al mismo tiempo insistir en la viabilidad de la existencia de Israel. Podemos llamarnos sionistas y al mismo tiempo pedir que se ponga fin al terrible sufrimiento de los habitantes de Gaza. Los líderes extremistas de ambos bandos no dejan de repetir que hay que elegir entre reconocer las masacres del 7 de octubre y reconocer el sufrimiento de los gazatíes. Sin embargo, se trata de una falsa dicotomía. Solo hay una opción que importa: la humanidad.

Fragmentos. Cada párrafo de esta guerra que intentamos describir se desmorona ante nuestros ojos. Al final de cada frase hay una grieta. Intentamos mirar a través de las grietas, intentamos ponerles nombre. Y sus nombres son estos: dicotomías. Ocuparse del sufrimiento propio intentando borrar el sufrimiento ajeno. Tratar el sufrimiento como justificación. Tratar la emoción a expensas de un análisis frío de la realidad. Un análisis frío de la realidad a expensas de un reconocimiento genuino de la horrenda importancia del sufrimiento.

Para que las cosas cambien, es necesario el diálogo. Pero, ¿qué posibilidades hay de que israelíes y palestinos hablen entre sí, cuando ni siquiera sus respectivos partidarios en Europa y Estados Unidos son capaces de mantener un verdadero debate sin recurrir a la demonización?

La historia conoce muchos periodos de tiempos oscuros en los que el espacio público se ha oscurecido y el mundo ha quedado tan expuesto a la duda que la gente ha dejado de exigir de la política otra cosa que no sea que preste la debida atención a sus intereses vitales y a su libertad personal. El oscurecimiento del espacio público es una condición que se deriva del empobrecimiento del tejido conectivo del que depende la política en su sentido más noble, que no la reduce al uso desnudo de la fuerza, sino que se nutre del diálogo y la confrontación entre los ciudadanos.

En los tiempos oscuros, el conflicto social, factor esencial de una democracia sana, pierde su carácter positivo, como expresión de la pluralidad de opiniones y de la parcialidad de las verdades que expresan, y da paso a oposiciones identitarias, y a la huida de la política de amplios sectores de la población, que se refugian en el culto exclusivo de sus propios intereses y de su libertad personal, desprovistos de toda conexión con la acción colectiva.

Los que se sienten amenazados −los perseguidos, los oprimidos− solo buscan la compañía de quienes comparten su mismo destino, y los que se encuentran en una condición de relativa seguridad viven a menudo como exiliados en su patria, cultivando una visión individualista de la vida y de sus fines. En tal situación es inevitable perder la sensibilidad ante las injusticias que afectan a los demás, a los que no pertenecen a nuestro círculo, y acabar aceptando como un hecho la prevalencia de los fuertes sobre los débiles.

Hoy incluso experimentamos hasta una cierta actitud de aquiescencia en la forma en que muchos miran hacia otro lado mientras hay quienes vuelven a proponer una visión supremacista y violenta de los «valores» de la sociedad occidental, negando la humanidad de las víctimas inocentes de los bombardeos en Gaza y Líbano.

Un año después del 7 de octubre, esta forma de ceguera moral se manifiesta también, y por ejemplo, en recordar a las víctimas del atentado de Hamás solo para tratar de justificar la reacción desproporcionada e ilegal del gobierno de Netanyahu, y en su desprecio por la suerte de los rehenes israelíes, muchos de los cuales han muerto o corren peligro de morir como «daños colaterales» en una guerra que podría extenderse a todo Oriente Próximo al servicio de un designio político de puro poder.

Quienes podrían permitirse cultivar el altruismo y la apertura hacia el prójimo renuncian a hacerlo, dejando el campo libre a una guerra en la que todos se consideran agredidos, nadie es capaz de reconocer los motivos de los demás, pero un bando puede disponer de una fuerza militar muy superior, y no tiene reparos en utilizarla indiscriminadamente, no para golpear al enemigo, sino para castigar a todo un pueblo. En el horizonte se vislumbra ya, hasta con cierta nitidez, la posibilidad real de un genocidio, perpetrado por las víctimas de ayer que hoy han decidido convertirse en verdugos.

Al cabo de un año, incluso quienes más han criticado las decisiones del gobierno de Netanyahu corren el riesgo de sucumbir a una sensación de impotencia, a la dificultad de hacer oír su voz de disidencia superando los obstáculos y la intimidación procedentes de quienes están convencidos de que dar vía libre a Israel para el uso indiscriminado de la fuerza satisface un interés estratégico «superior» y es útil para apuntalar una hegemonía cada vez más frágil.

Dejar solas a las víctimas −los palestinos, los libaneses, los israelíes que aún tienen el valor de oponerse a las decisiones de su gobierno− es una tentación recurrente del que se refugia en el estrecho, pero para algunos, satisfactorio espacio de su propio interés y libertad. La lección que nos transmite la historia es que, al hacerlo, estamos emprendiendo el mismo camino, una actitud de aquiescencia, que otros recorrieron en el siglo pasado, por ejemplo, una parte del pueblo alemán que optó por ignorar la «vulgaridad demencial» nazi y vivir como si el horror no existiera.

 

Podéis enviarnos vuestros artículos o cartas vía email a la dirección iritzia@gara.net en formato Word u otro formato editable. En el escrito deberán constar el nombre, dos apellidos y DNI de la persona firmante. Los artículos y cartas se publicarán con el nombre y los apellidos de la persona firmante. Si firma en nombre de un colectivo, constará bajo su nombre y apellidos. NAIZ no se hace cargo de las opiniones publicadas en la sección de opinión.

Buscar