Jesús Biurrun

Comunidad sociopolítica

Son dos las recomendaciones más urgentes que cabe hacer a una organización genuinamente progresista en un momento de configuración poselectoral de gobiernos. La primera consiste en pulsar el sentir y la voluntad de su comunidad política en los casos de opciones arriesgadas.

¿Cuál es la pregunta, de quién es el voto o de quién es el votante? En el modelo político que padecemos la respuesta es clara. El voto pertenece al político, que lo ingresa en su cuenta. Pero, ¿y el ciudadano que ponderó las alternativas electorales, se informó de diversos modos, eligió una papeleta y se desplazó hasta el colegio electoral para introducir en la urna la opción de gobierno que consideró más beneficiosa, qué ha sido de él? Entiéndase, qué ha sido al día siguiente de la jornada electoral y en los años que siguen hasta la próxima convocatoria, cuando los políticos de mayor rango y los medios de comunicación le dedicarán toda su atención y apelarán al valor decisivo de su juicio expresado a través del voto.

Una obviedad ahora. El votante constituye, en función de sus ideas y de su constancia en el sentido de su voto, una comunidad sociopolítica. Una comunidad más o menos extensa con sus necesidades, deseos, proyectos, que desea ver materializar en la sociedad. Claro que no lo conseguirá por completo, lo que le obligará a negociar con otras comunidades el mayor nivel de satisfacción mutua posible. Tarea que llevará a cabo a través de sus representantes políticos. Tal es la función primordial de estos, no otra. No, reinterpretar y menos aún ignorar a la comunidad que los ha elegido. Sus decisiones, en consecuencia, deberán ajustarse al programa que defendió públicamente. Algo tan sencillo que parece innecesario mencionar. Pero esa misma sencillez será convertida en simplismo o cosas peores cuando el primer objetivo del político no sea la representación de su comunidad sino el acceso al poder, el beneficio de la casta o empresa política en la que trabaja o el cargo personal. O la satisfacción de una agenda oculta ideológica y de actuaciones diferente a las ideas y propuestas defendidas en público. Algo, por lo demás, insospechable en ciertas fuerzas políticas (izquierda abertzale, por ejemplo) pero patente en otras, las dominantes en nuestra área geopolítica, como es sabido.

Lo afirmado y lo cierto son dos formas de conocimiento aplicables a las democracias formales. De modo que debemos soslayar la teoría sobre la representación para fijarnos en la concepción de las elecciones que domina la escena política. Las elecciones, en efecto, son concebidas como un fenómeno de consumo. Así lo prueban las formas y recursos retóricos utilizados para trasladar el mensaje a los ciudadanos, las inversiones en publicidad y la concepción del votante como un ser con inclinaciones volátiles al que no se debe convencer sino seducir con vistas a su fotomatón ante la cajera, es decir, ante la urna. Una operación que se prolongará, tras la fecha electoral, en una campaña autopublicitaria continua, en busca de su fidelización a la marca. Esto es lo cierto.

Sin embargo, saber lo que es, lo que hay, nunca ha sido motivo para conformarse con ello. Contra el viento de cara hay que retornar a la casa del votante, a su causa, al respeto a sus decisiones expresadas. De tal modo que la comunidad política intervenga en la vida pública a través de sus representantes en lugar de ser sustituida, amortizada más bien, por estos. Claro que resulta ilusorio esperar hoy este comportamiento de las estructuras empresariales que concurren a las elecciones. Pero sí puede reclamarse a los partidos con una trayectoria crítica con ese estado de cosas.

Son dos las recomendaciones más urgentes que cabe hacer a una organización genuinamente progresista en un momento de configuración poselectoral de gobiernos. La primera consiste en pulsar el sentir y la voluntad de su comunidad política en los casos de opciones arriesgadas. No es tarea fácil en el vigente sistema secreto-dirigido del voto. A falta de otros recursos, la propia militancia puede convertirse en antenas receptoras de esa información. La segunda se refiere a un hecho raramente considerado en los discursos políticos y al que venimos reiteradamente aludiendo: la comunidad políticas. El discurso electoral cosifica al ciudadano como consumidor de una marca u otra, en función de la habilidad de cada organización para venderse. Nuestro establishment democrático más que comunidades prefiere ver colectivos movidos por estados de ánimo difusos y transitorios, reactivos a eventos externos. Es así como en Euskal Herria se ha podido ignorar a la comunidad abertzale progresista con el fin de hacerse con el poder autonómico en Vascongadas. No necesitaron ilegalizar a ese sector social. El uso de la ingeniería legal bastó para reducirla a la inexistencia, limitándose a ilegalizar las estructuras sucesivas que pretendían representarla. Con ferocidad democrática y sin prescindir de ese signo del poder absoluto que consiste en obligar al excluido a participar en su exclusión. De negarse a ello incrementaría su culpa y justificaría a posteriori su condición de excluible. Una excelente muestra del cómo el poder civil ha asimilado la más depurada perversión clerical.

Hoy podemos describir uno de los mejores ejemplos de esta práctica: el comportamiento del PSOE en la constitución de los gobiernos de la capital y la autonomía navarras. Siendo el objeto político a excluir ahora como en el pasado, la izquierda abertzale. A ésta se le ofrecen dos formas de destierro. Una, desaparecer en silencio tras haberle entregado con sus votos los gobiernos que no logró ganar por otros medios. Y otra, desaparecer sin haber hecho tal cosa. En el primer caso no obtendrá redención alguna y en el segundo acentuará su culpa al facilitarle el gobierno a un tercero. Algo que reputan infame por más que ese tercero venga siendo su aliado y cómplice habitual.

Pero queremos fijarnos en otro aspecto de este modo de hacer política. Tiene que ver son un fenómeno que en estos tiempos está cobrando un auge muy inquietante. Se trata del manejo que se hace del fondo (el contenido) y la forma (el estilo) en las interacciones sociales en general y en la práctica política en particular. Consiste en la escisión radical entre ambas y la prevalencia del primero sobre la segunda. De modo que esta pasa a convertirse en un mero bastón con que se sostiene un contenido (modelo, proyecto, argumentario) cuando flaquea y se golpea al contrincante cuando así le conviene. Se ignora que la forma es algo más que el vehículo del fondo, revela el espíritu o, si se prefiere, la verdad profunda que este no alcanza a decir o, simplemente, oculta. Resumiendo lo mucho que cabe decir sobre este tema, nos quedaremos con las siguientes conclusiones. La euforia histérica de X celebrando el desplazamiento político de B, la reiteración compulsiva del no conversar con él o el alarde hooliganesco de no abrir siquiera sus cartas revela, gracias a tales expresiones, un fondo desasosegante y funesto. Así mismo, el trato infligido a unos representantes políticos concretos no los tiene a ellos como objetivo. Su diana es la comunidad política que les votó. Es esa comunidad la agredida de un modo tan rotundo, grosero y público. Y es el ánimo y la decisión de esa comunidad lo que sus representantes deben llevar a la práctica. Por encima, si es necesario, de muy hipotéticas consideraciones de males mayores o menores en un futuro, cuando lo que está en juego es la propia dignidad y el respeto formal exigibles para compartir acuerdos y debatir discrepancias.

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