Jose Mari Pérez Bustero
Escritor

Con los resultados en la mano, volvamos a casa

Voy a especular sobre los resultados electorales que tenemos delante, pero no en plan objetivo sino metido en mi mismo. Al final, cada uno lo vivimos desde nuestro ángulo, y a ello se añade que yo soy alguien que pasó años y años yendo de una parte a otra hasta caer en la cuenta de que se había equivocado de dios, y reencontró esta tierra.

Ahora me quedo mirando dichos resultados. Me duelen las vísceras. Los comparo con los habidos en las elecciones del Parlamento Vasco del 2012 y Municipales y Forales del 2015, y con las del Parlamento Europeo del 2014. Les sumo los resultados de Iparralde. Y veo que el total de votantes abertzales en todo Euskal Herria, tomando una y otra fecha, anda entre doscientos y trescientos mil. Sobre un total de dos millones trescientos cincuenta mil electores. No sé qué hacerme con esos números. ¿Tendremos más votos en las autonómicas de otoño? Puede, pero seguirá siendo un escaso porcentaje de vascos quienes estampan su firma por nosotros.

O sea que, a pesar del enorme esfuerzo que la izquierda abertzale lleva haciendo durante décadas por desenterrar la verdad de que somos un pueblo, a pesar de proclamar que el derecho de autoafirmación es esencial a esta tierra y que no podemos aceptar que destruyan nuestro modo de ser, solamente nos votan una octava parte de vasco-navarros. ¿Y además la honradez nos sale por todas partes, añadida a carros de sacrificio y de sentido social? Excelente. Pero la mayor parte de las gentes vascas no asume que nosotros marquemos el sendero a seguir.

Aquí nos topamos con el fondo de la cuestión. Si no es suficiente ser honrados y tener una ideología genuina, ¿qué nos falta? Se me ocurre que el mundo de la política es una feria, y que tal vez no sabemos vender. ¿Tienes las verdades más estrictas? Pero ¿cómo es tu puesto de mercado? ¿Tienes las palabras más sonoras y sinceras? Pero ¿con qué música las acompañas? Te das nombres muy sugestivos: Movimiento Vasco de Liberación Nacional, Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Sozialista abertzaleak, AuB, AG, EHAK, D3M... pero acaso te faltan palabras sencillas, de conversación entre vecinos.

¿O sea que hemos de sentar como imputado a nuestro querido lenguaje, con sus palabras claves de izquierda abertzale, independentista, euskaldun, trabajadora? Nos escueza o no, la grandeza de nuestras palabras son pregones muy valiosos, pero a la vez ahuyentan a mucha gente. Cabe sospechar que necesitamos escardar nuestro lenguaje. Quitarle hierbas, raíces caducas, remover un tanto la tierra. Y quitarnos todo aire de aristocracia moral. «¿Qué dices de aristocracia moral? Lo que sobra en la izquierda abertzale es honradez y sinceridad». Ciertamente. Sin embargo, una cosa es ser honrados y poseer grandes verdades, y otra cuestión es saber comunicar. «¿Qué entiendes por comunicar?». Llevar nuestras verdades de portal en portal, dárselas a la mano a nuestros vecinos, bajar a los mercadillos.
Aunque nos amargue la boca, hemos de masticar la idea de que nuestro lenguaje tiene resultados antagónicos. Nos empuja y, a la vez, nos atasca. Vista larga y piernas cortas. Enunciados profundos pero sin cordialidad. Tácticas globales, pero escasos de tácticas cotidianas. Así que deberemos buscar otra forma de lenguaje. No se trata de rebajar las verdades de nuestros documentos y asambleas. La cuestión es que deben funcionar como levadura. Digámoslo una y otra vez: «como levadura». Es decir, no como dogmas, sino como fermento que amplíe la masa de amor a esta tierra.

Un punto más. Para funcionar como levadura tenemos varias tareas enroscadas una a otra. Primero mostrarnos de carne y hueso. Antes de empezar a gritar ideales y consignas, debemos reconocer la complejidad de la vida. Y afirmar que asumimos plenamente que toda persona tiene el derecho/instinto a elegir su propia forma de vivir, y a buscar bienestar y felicidad. Y puestos a ser humanos, debemos reafirmar asimismo que entendemos la vida como un camino a menudo mutante, donde la gente busca, duda, y tiene derecho a estar inacabada y ser imperfecta.

Con esa actitud bañada en carne y huesos es cuando resultará adecuado dar un primer paso directamente ligado a la construcción nacional. Expandir lo que llamaríamos sentido de vecindad. Un campo que hemos dejado yermo hasta ahora. Sacar a la persona de una perspectiva individualista, recordando la sencilla verdad de que todos vivimos en un edificio, un barrio o un pueblo. Es decir, en un conjunto de vecinos, con necesidades y tareas comunes. Abiertos a dar y a recibir información cotidiana, a intercambiar dosis de solidaridad, y a exteriorizar datos personales. Lo que llamamos trato vecinal. Entre iguales.

Un paso más y recalcaremos el derecho a exigir trato vecinal no sólo a los convecinos, sino en todas las estructuras, oficinas y agentes de ámbito municipal, autonómico, de enseñanza que haya en el pueblo o en el barrio. Cualquier trato que conlleve actitud de distancia, de «yo decido aquí», «siga las normas y calle», «no se meta en mi gestión» es un lenguaje impositivo y antisocial. Y lo mismo vale para los diferentes agentes de seguridad ciudadana. Todo cuerpo policial está al servicio de los ciudadanos, no para tratarlos como posibles infractores o sospechosos.

Ahora, un paso más largo. Como ingrediente del sentido vecinal sembraremos asimismo la verdad de que la vecindad es la dueña de la hacienda comunal. Y que por ello tiene derecho a conocer y controlar a todos los niveles los presupuestos y los gastos «públicos», el tipo de fiscalidad, y a requerir plena visibilidad de las cuentas. Así como a tomar parte básica en todo tipo de decisiones que se refieran a su barrio, pueblo o ciudad. Ninguna decisión sobre mi pueblo o mi barrio sin que la gente nos enteremos, participemos y asumamos.

Tampoco debemos quedarnos a nivel de barrio. Lo mismo debemos exigir a las normas e imposiciones surgidas desde los más altos niveles de gobierno, o desde sedes y cúpulas de partidos. Lo contrario sería vivir bajo terratenientes y patronos feudales. La gente, los ciudadanos, no estamos para que nos gestionen, sino para gestionar lo que somos, las propias pertenencias y todo lo que es hacienda comunal.

En realidad, los vecinos somos los dueños de toda la hacienda vasca, es decir, de toda la tierra entre el Adour y el Ebro. Y lo mismo que a nivel de pueblo o ciudad tenemos derecho a tomar parte decisiva en la gestión, también somos nosotros quienes debemos gestionar nuestra tierra entera. El objetivo de nuestra política es precisamente tener en las manos la gestión de toda la tierra vasca. Lo que suele llamarse independencia.

Precisamente, al usar esta palabra ‘independencia’, vamos a remarcar rotundamente dos aspectos. El primero, que somos un pueblo que tiene derecho total a gestionarse a si mismo. El segundo, –imprescindible también–, que nos sentimos solidarios con los demás pueblos. O sea, que no queremos distanciarnos, ni romper con los demás pueblos, sino exclusivamente con el sistema jurídico, legislativo, penal vigente. Tenemos que digerir a fondo este segundo elemento. Ya es hora de que injertemos en el tronco de nuestra ideología la solidaridad con los otros pueblos. No sólo con los mapuches, los kurdos, y demás naturales de otros continentes que a veces citamos. También hemos de pregonar nuestra solidaridad con los pueblos que tenemos al lado, aunque les hayan pegado el apellido de españoles o franceses.

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