Josu Iraeta
Escritor

Condenar la violencia

Situados en esta encrucijada que se repite desde décadas, producto y consecuencia del cinismo y la indecencia política, no me produce la ceguera suficiente como para poner en duda que, si una nación «puede conseguir su libertad» sin derramar una gota de sangre, es así como debe hacerlo.

Es cierto que no siempre se acierta, pero, quienes por diversas razones –más o menos confesables– deciden adelantar una «contienda electoral», lo hacen fundamentalmente por dos razones; porque la información de la que disponen determina que beneficia a sus intereses, o por el contrario, porque perjudica los de sus adversarios.

Desde diferentes ópticas, por supuesto, pero habrá quienes defenderán tanto el derecho a decidir como el ejercicio de la soberanía. También activarán el eco de la violencia, y las élites económicas y tecnócratas pondrán su «prestigio» al servicio de la unidad española, contra quienes «dicen» generan inestabilidad.

También, como siempre, se apreciarán omisiones selectivas y de estas, la más importante, la de mayor trascendencia, será la que vienen ignorando desde hace más de ocho años, y no sólo en Madrid.

Porque, en lo que concierne a Euskal Herria, hemos podido apreciar que los componentes del gobierno de Gasteiz, además de alinearse sin sonrojo con los intereses de las organizaciones empresariales, también tienen un mensaje «estrella»: «condena de la violencia». Esto es debido a que no han mostrado interés ni capacidad para metabolizar el hecho de que hace ocho años, ETA decidiera abandonar la práctica de la lucha armada.

Su estrechez mental no es capaz de asimilar que todo aquello que suponga derivar un conflicto armado a los cauces de la confrontación democrática, de forma unilateral, supone en sí mismo una aportación que denota profundas convicciones e inteligencia política. Máxime, cuando a pesar de las evidentes contradicciones que la nueva situación genera, mantienen los objetivos primigenios.

Dicho así, de una tacada y en un solo párrafo, pudiera parecer que se pretende simplificar la realidad de una situación, que de hecho es difícil y compleja, muy compleja. No es este el caso.

Lamentablemente una decisión de tal calado nunca es ajena –no puede serlo– a los profundos cambios de estrategia que genera en las partes en conflicto. Desde una óptica se pretende capitalizar la madurez del cambio de estrategia, mientras que, de la otra, se pretende lo mismo, pero, ignorando su responsabilidad y poniendo el foco en las víctimas a las que utiliza políticamente.

No hablarán de otra cosa, quieren centrar el debate sobre la sagrada estabilidad institucional. Continúan activando el cambalache que supone la adopción de resoluciones judiciales en función de motivos de conveniencia política.

Y es que la memoria elige lo que olvida, tal y como el presidente del Gobierno español exhibe con frecuencia.

Cuando dos comunidades diferenciadas y antagónicas reivindican sus derechos políticos, el conflicto se resuelve –con frecuencia– por medio de la partición. Son muchos los ejemplos, es la tendencia natural.

El precio –siempre lo hay– es la renuncia a la inviolabilidad constitucional. Presentar propuestas de reforma de La Constitución, porque de otra manera, cualquier solución que se presente como victoria de una de las partes sobre la otra, estará condenada al fracaso.

He leído y escuchado muchas veces a dirigentes de organizaciones políticas nacionalistas, también recientemente al Sr. Urkullu en la capital castellana, afirmar que su objetivo es la libertad de Euskal Herria.

Es evidente que no todos los nacionalistas vascos compartimos la misma definición de lo que significa ser libre.

Para quienes pretendemos una Euskal Herria libre, la libertad no tiene más que una definición. No quiere decir una libertad limitada, condicionada a los intereses de otra nación. Una libertad compatible con la autoridad de un Parlamento extranjero, sino la libertad absoluta, el control soberano de nuestro propio destino.

La historia nos demuestra que para lo que decimos pretender hemos de elegir el camino correcto. La gente, nuestra sociedad, lleva décadas siendo «adiestrada» de forma que sus convicciones teóricas se enfrentan con la realidad de sus intereses.

En vez de sacrificio y generosidad, de ofrecer y dar, nos enseñan la manera de ganarlo todo. Y ganar no sólo una vida digna, también la amistad –y no del adversario que es deseable– sino también del enemigo.

Este adiestramiento equívoco –que viene desde nuestros antecesores– hace que quienes logran gestionar las instituciones, dirijan sus miradas a Madrid, educándonos en depender de las Cortes Españolas.

Situados en esta encrucijada que se repite desde décadas, producto y consecuencia del cinismo y la indecencia política, no me produce la ceguera suficiente como para poner en duda que, si una nación «puede conseguir su libertad» sin derramar una gota de sangre, es así como debe hacerlo.

Qué duda cabe que de todo esto también hemos obtenido enseñanzas positivas. Hoy podemos denunciar el fraude de quienes conciben el ser abertzale-patriota, como algo casi material. La nacionalidad como algo que se puede negociar, como si de una renta contributiva se tratara.

Por tanto, no debiera extrañar que, a catalanes y vascos, desde Madrid –y con la inestimable colaboración del Sr. Urkullu– nos quieran imponer el mismo «doctorado» en democracia: condenar la violencia.

Condenar cualquier tipo de violencia popular es una brutal necedad y una muestra inequívoca de incapacidad –por parte de quien condena– para situarse al margen de las perspectivas y directrices ideológicas de quienes imponen por la fuerza su nacionalidad española.

Los pueblos –las naciones sin Estado– no practican la violencia por el placer de hacerlo, sino impulsados por la acuciante necesidad de adquirir un derecho humano: el derecho a ejercer en libertad, tanto su presente como su futuro.

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