Marta Pérez Arellano
Trabajadora social

Consumiendo infancia

Demasiado a menudo, las personas adultas generamos necesidades que nuestros pequeños no tenían. Así, las navidades se han convertido en el máximo exponente de este fenómeno en nuestra sociedad

Como cada año por estas fechas, asistimos a un aluvión de ofertas de ocio dirigidas al público infantil, muchas de las cuales suponen un desembolso nada desdeñable de dinero. El abanico de posibilidades es amplio: ferias de juguetes y artesanías, atracciones, películas, talleres, conciertos... Todo ello, salpicado de un sinfín de dulces, chucherías y comida rápida a consumir antes, durante y después de los distintos eventos.

Es cierto que algunas de estas actividades pueden, efectivamente, resultar adecuadas, no solo como mero entretenimiento, sino ajustadas a la edad, gustos y necesidades de niños y niñas. Sin embargo, me atrevería a decir que, mayoritariamente, se trata de una oferta, en el mejor de los casos, vacía de contenido; y, en el peor, estresante y generadora de dependencia y pasividad.

Cierto es que no tiene nada de malo dar una vuelta en los caballitos, o comprar un helado o un juguete de forma puntual, pero la realidad es que cada vez más vinculamos infancia y consumismo. Demasiado a menudo, las personas adultas generamos necesidades que nuestros pequeños no tenían. Así, las navidades se han convertido en el máximo exponente de este fenómeno en nuestra sociedad.

El consumismo es parte integrante de una cultura que intenta parchear su propia insatisfacción. Así, pretendemos llenar nuestros vacíos (y hay enormes intereses en que así sea) comprando bienes de consumo, sean estos coches, ropas, juguetes o clases de yoga. Las personas adultas consumimos mucho, demasiado, en nuestro día a día. Y, con la mejor de las intenciones, pero sin hacer la mínima reflexión, abocamos a esta vorágine a la infancia. Me parece que no es necesario, ni bueno, querer comprarles «de todo» a nuestros hijos e hijas. Primero, porque les estamos dando una lección de capitalismo voraz y, segundo, porque, demasiado a menudo, estamos comprando humo.

En esta pantomima de necesidades creadas por el mercado, también muchas personas adultas sufrimos si no podemos costear aquello que, entendemos, hará más felices a nuestros niños y niñas. Quizás, deberíamos plantearnos que pagar constantemente por productos dirigidos a ellos y ellas no nos convierte en mejores madres, padres o educadores, sino más bien lo contrario. Este consumo desmedido refleja nuestra incapacidad de generar espacios de ocio educativo, más justos y sostenibles social y ambientalmente; otras formas de relacionarnos y de disfrutar en casa o en comunidad.

Nuestras hijas e hijos, especialmente a edades tempranas, necesitan un ocio sencillo, el de toda la vida: jugar sobre la alfombra del salón, montarse en los columpios, visitar a los patos del estanque, cantar, oxigenarse entre árboles o en la playa... Pero, sobre todo, necesitan pasar tiempo junto a sus personas queridas. Y eso sí que no se compra con dinero.

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