Mikel Sorauren
Nabarralde

¿Crisis de sistema o de estado?

La dimisión de esperanza Aguirre parece percibida como la grieta definitiva del fondo del casco de la nave de los populares españoles. Cabe considerar la postura de políticos y periodistas como actitud de inconsciencia ante el viejo Imperio -España- al borde del abismo.

Es verdad. La crisis de España es reflejo de la general que afecta a la economía mundial y de manera específica a los países desarrollados. En ningún caso debe atribuirse responsabilidad en la segunda a dirigentes sociales y políticos españoles, atendiendo al papel secundario de España en el marco internacional. No obstante, sí parece razonable asumir que las causas de la gravedad que presentan economía y sociedad españolas tienen raíces profundas; profundidad que no ha podido ser superada por la presunta transformación de los comportamientos españoles, implementada con la encomiada transición postfranquista.

Aguirre puede ser un referente del vigor español, frente a un Rajoy de quien su simple cautela se traduce en esfuerzos estériles a la hora de resolver los graves problemas del Estado. En otros tiempos también fueron vistos fuertes Aznar y González. Quienes sienten preocupación por el futuro de España, confían en encontrar un dirigente decidido a afrontar las dificultades del sistema. La visión positiva con que fue valorada la transición española ha desaparecido desde la perspectiva actual. Sus defensores concluían en lo exitoso del paso a un sistema parlamentario desde una dictadura en las manos seniles de un militar autoritario, incapaz de entender que la sociedad quería adecuarse a las pautas de los países avanzados, obviando convulsiones. En definitiva, esta fue la oferta de los impulsores de la transición, acuerdo ésta -en definitiva- entre la mayoría de los colaboradores del Régimen -oportunistas mejor que convencidos- junto con los representantes de las nuevas clases medias, muy alejadas de conflictos ideológicos de épocas históricas finiquitadas. Las constituían la masa social que no aspiraba, sino a la consolidación del bienestar y tenía en la oposición moderada al franquismo su referente político.

La transición representó la esperanza en la transformación no traumática. La pensaron personas de las élites. Fernández Miranda marcó la vía jurídica, la habilidad de Suárez la llevó a la práctica, en tanto González y Carrillo jugaban a la oposición, decididos a contener ansias de ruptura. No se limitaron a dar el VºBº. En cualquier caso, era la salida que se quería en el contexto internacional de Europa y U.S.A. El resultado fue una versión modernizada de la denominada Restauración. Sistema político de las oligarquías históricas españolas en el último cuarto de siglo XIX. En aquella época se habló del bipartidismo turnante, sistema de gobierno de formas constitucionales, con reparto del poder político y control de los recursos económicos en manos de la oligarquía. Ha sido calificado de constitucionalismo de fachada. El anterior periodo -fundamentalmente el reinado de Isabel II- fue denominado constitucionalismo de nombre y absolutismo de espadones. Las diferencias del sistema actualmente vigente con aquellos otros son notables en términos de estricto funcionamiento político; también son importantes las diferencias en los terrenos económico, social y cultural. ¡Faltaba más! Con todo, el dominio, ejercido por las élites sobre los mecanismos institucionales actuales, mantiene lo esencial de aquellos periclitados sistemas políticos.

La actual versión de la antigua Restauración tiene su base en un sistema bipartidista, propiciado por la moderna oligarquía, ya no sustentada en la propiedad agrícola, sino en los negocios generados por la industrialización y desarrollo socio-económico de las últimas etapas de la dictadura de Franco, monopolios de suministro estatal privatizados y el conjunto de negocios facilitados por el control de la economía, por un poder que miraba en exclusiva a facilitar el enriquecimiento de los allegados al Régimen. La admirable y pacífica transición se basó en el acuerdo de las élites económicas y los sectores de las nuevas clases medias que esperaban su oportunidad con el cambio de modelo de gobierno y liberalización de las pautas de comportamiento históricas que primaban en la sociedad española. A las gentes del Régimen preocupaba únicamente la permanencia del sistema económico, adaptado, eso sí, a los países del entorno europeo. Personajes como Alfonso Guerra, Abril Martorell, Solé Turá, Areilza, mejor que Fraga o Peces Barba, resultaron decisivos a la hora de acordar los verdaderos resortes del sistema. Los citados resortes pasaban por el control efectivo de los partidos del poder por parte de unas direcciones comprometidas con la estabilidad y contraria a convulsiones, nacidas de aspiraciones de cambio revolucionario. Se conseguía así neutralizar las veleidades rupturistas, defendidas como bandera frente a la dictadura de Franco. El que se mueva, no sale en la foto atribuido a Alfonso Guerra expresa la decisión de control del proceso de parte de los aparatos de organizaciones políticas y sindicales. A partir del control del sistema electoral y las instituciones con función de representación y gestión, incluido el Parlamento, hasta la administración local, el conjunto institucional quedó sometido a la influencia de las direcciones de los grandes partidos. El desmoronamiento del P.C.E. dejo las cosas en manos de los partidos de la Oligarquía y poderes fácticos junto a la clase media ascendente, propensa a la transición. La eficacia del constructo se evidenció en la sujeción efectiva del poder judicial y el acuerdo de los denominados poderes fácticos. De estos, el fantasma intervencionista del ejército contuvo a los reivindicativos y sirvió a los manejos de los encargados del cambio.

Al final se configuró un sistema con apariencia de democracia europea, con resortes institucionales de idéntico funcionamiento, pero de facto en manos de las direcciones de las organizaciones políticas dominantes. Montesquieu ha muerto. Esta es la contribución a la teoría política del genio político de Alfonso Guerra. Pretendía que la ciudadanía asumiera lo imprescriptible de la sujeción del poder judicial a la voluntad del Gobierno en ejercicio. A decir verdad, nos encontramos ante una constante histórica del sistema político español. Por lo demás, quien tenía en su mano los resortes de la administración en todos sus niveles, actuaba mirando a los intereses de los allegados. Lo cierto es que en este terreno no existía solución de continuidad, ni con la Dictadura precedente, ni con la práctica de las épocas caciquiles que llenan la Historia española anterior. En los tiempos contemporáneos se hace referencia a la corrupción, apuntando a la gestión de los asuntos públicos favorecedora del interés particular del responsable de la administración. La corrupción puede ser práctica generalizada; también en los sistemas jurídicos de mayor control democrático. A pesar de que es obligado reconocer que todo sistema de gobierno se encuentra diseñado para beneficio de los grupos sociales dominantes, estos no aceptan el aprovechamiento ventajista individual de los resortes administrativos. El sistema jurídico determina la manera de utilización de los recursos públicos. En España, por el contrario, el poder es contemplado como instrumento de medre personal, sobrepasando toda ecuanimidad, incluso frente a los considerados iguales. La corrupción es una realidad generalizada en la administración española por la percepción arraigada en su identidad de que el poder otorga a su titular la capacidad absoluta de decisión. Es la vieja tradición española de quien manda, como rey, como noble, como cura o, simplemente, porque puede y beneficia a sí mismo y a los suyos de los recursos de todos.

La transformación difícil. España se articula mediante el autoritarismo e imposición. Los que impiden referéndums de autodeterminación y amenazan con tribunales supremos y, más veladamente, con militares. No existen Aguirres, ni Iglesias que la puedan reformar, porque sus partidarios la plantean como escenario de reparto de influencia y distribución escalonada de los recursos. Unos se ven como integrantes de élites, en posición ventajosa para disfrutar de los recursos y espolio de los territorios del Imperio; otros esperan que los primeros les permitan la participación en el espolio en los niveles inferiores; aunque esa esperanza implique aceptar la ventaja de los poderosos. Todos los políticos son iguales… termina por exclamar el tocado por el síndrome del condescendiente al margen del poder; el que siempre aceptó el estado de cosas vigentes, crítico y temeroso frente a la ruptura, con la oculta esperanza, en definitiva, de que la marcha de los acontecimientos llenase sus expectativas. Cuando se evidenciaron las maniobras de los corruptos manifestó su condena en privado. De ir las cosas bien para su interés, no sobrepasó esta línea; cuando esta trayectoria se torció, incurrió en el denuesto virulento y en ocasiones se alineó con alternativas populares de ruptura, con la esperanza de recobrar lo perdido.

Los analistas de toda índole que contemplan la presente situación de crisis, parecen no entender que la debilidad de España no se encuentra en aspectos formales externos a la configuración del Imperio, como es la corrupción. La razón de la debilidad de España está en sus estructuras de organización política. En España perviven factores decisivos desaparecidos en Europa a raíz de las transformaciones sociales y políticas que trajo la modernización. España no ha conseguido configurar un centro del poder estatal, dinamizado por factores económicos y sociales que tiren de su proyecto de Nación y Estado. La instancia última que la ha cohesionado como constructo político ha sido la imposición del sistema jurídico y, finalmente, la amenaza y ejercicio de la fuerza. Frente a los Estados de Europa Occidental que son su referente, ha fracasado en la configuración de estructuras materiales y de identidad colectiva que satisfagan las expectativas de los españoles a la fuerza.

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