Mario Zubiaga
Profesor de la UPV/EHU

Crisis viral

En las crisis se mide el temple de una nación y sus gobernantes. A la vuelta de la epidemia, o retornamos al viejo autogobierno regional o defenderemos realmente una soberanía compuesta, único modo de hacer frente a unos retos globales que no han hecho sino comenzar.

El confinamiento de los infecciosos es un lugar común desde los albores de nuestra vida colectiva. Para las generaciones que vivieron antes del descubrimiento de los antibióticos, encerrar(se) para hacer frente a los miasmas era algo natural. Nuestra generación asocia esas imágenes con la leprosería en la que languidecía la parentela de Ben-Hur. Para los milenial es una escena repetida hasta la saciedad en muchas películas distópicas. El confinamiento es seductor, especialmente en las situaciones de crisis. Nos retrotrae a la seguridad del claustro materno, pero también es una expresión de la pulsión de muerte. Es el enterramiento en vida, la seguridad absoluta de la no vida. Cada vez que la muerte individual puede llegar de la mano de la sociabilidad, se reactiva un arquetipo profundamente asentado en nuestra psique colectiva: la seducción contradictoria del aislamiento. Este virus nos obliga a separarnos cuando más necesidad y deseo tenemos de estar juntos: «A este virus lo venceremos unidos… si nos separamos». No es una cuestión meramente física. Los virus y las bacterias han guiado tanto nuestra evolución biológica como la cultural. Somos vidas individuales y somos gente. Jared Diamond tendrá que ampliar la edición de su clásica “Armas, gérmenes y acero”.

La súbita llegada del COVID-19 ha reactivado ese inconsciente colectivo. Un virus que vivía feliz entre murciélagos hace tiempo acostumbrados a él. Un virus con un ARN inteligente –como toda información genética–, que se ha dado cuenta de que cada vez hay más gente y menos murciélagos, por lo que conviene cambiar de hospedador. Hay mucha gente en China y la gente se los come, es fácil dar el salto. Este virus coronado se ríe de la farmacopea y de nuestro sistema inmunitario, para el que es un perfecto desconocido, y se está riendo también de las muy sofisticadas estructuras sanitarias de la modernidad.

La tasa de contagio es muy alta y la afección relativamente leve en un 80% de los casos –decíamos que es un virus listo–, pero puede resultar especialmente grave en grupos de riesgo. Dada dicha tasa y la falta de inmunidad, se prevé una saturación de los servicios sanitarios y alto número de fallecidos, directos, o indirectos, por carencias en la asistencia de otras patologías. Estos días hemos descubierto una nueva ciencia, la epidemiologia: medidas de confinamiento, ratios de contagio, aplanamiento de la curva y pico epidémico… La respuesta de cada país difiere un poco en función de su cultura política, la fortaleza de su sistema sanitario o la vulnerabilidad del propio sistema económico, pero en el fondo, aunque no estemos en guerra –por mucho que los militares con un afán nada inocente de protagonismo se empeñen–, la pregunta es la de casi todas las guerras: ¿Cuánta gente tiene que morir o podemos aceptar que tenga que hacerlo para mantener el sistema económico en los parámetros actuales?

La pregunta tiene dos vertientes, íntimamente conectadas: la biopolítica y la socioeconómica. En primer lugar, es preciso reflexionar sobre el sentido de la vida y de la muerte en la sociedad contemporánea. No es fácil la gestión política en un mundo en el que nuestras instituciones han asumido la carga de mantenernos vivos indefinidamente y al tiempo tienen la capacidad de decidir quién es sacrificable. Agamben dixit. Las opciones nunca son meramente técnicas, porque en un escenario de recursos limitados, cada decisión técnica tiene un coste humano, político y económico.

No es cuestión de poner la vida por encima de todo, hay cosas que están por encima de la vida biológica individual. Siempre lo han estado, aunque en la sociedad contemporánea se verbalice lo contrario. Como ejemplo, basta con ver el moderado impacto social de la epidemia de gripe que mató diariamente a decenas de personas en el Bilbao de los cincuenta. El valor de la vida es coyuntural, varía según el tiempo y el lugar. No somos vida nuda, sino zoon politikon, animales en y para la vida pública. Frente a la vida biológica del homo laborans del que hablaba Arendt, una vida sacralizada que, sin embargo, se puede sacrificar cuando resulte necesario para mantener el funcionamiento del sistema, necesitamos reivindicar la vita activa, la vida pública y el debate abierto en el ágora sobre cómo se deben gestionar estas crisis para que la felicidad de la mayoría se consiga con la mínima desgracia para la minoría. Una minoría que siempre tendrá derecho a recibir justificación. Las decisiones seguramente tendrán que combinar una visión deontológica –hacer lo justo en lo concreto–, como utilitaria o teleológica: lograr un resultado general justo. Esas decisiones abruman hoy a los médicos de las UCI y deberíamos trasladarlas al espacio político. Si somos una sociedad madura, este debate no se puede ocultar ni delegar en las personas encargadas de nuestro cuidado. Hay que explicar que probablemente todos estemos ya contagiados o nos contagiaremos –salvo que la vacuna llegue en breve plazo–, y que la razón del confinamiento es que la tasa de muertes no se dispare ahora mismo por incapacidad de gestionar el tratamiento en una fase de saturación hospitalaria. Y deberíamos debatir en torno a los límites del confinamiento, atendiendo tanto al riesgo asumible de contagio como al sostenimiento de la actividad económica imprescindible. Y entramos aquí en la segunda cuestión, la relativa al impacto económico de las medidas adoptadas para contener la extensión del virus. Aquí, la preocupación no gira tanto en torno a la paralización actual del sistema –asumible, si no pasa de un par de meses, como en China–, como de las consecuencias a medio plazo de este lock out global: ¿quién va a pagar las consecuencias? Esta crisis, como todas, probablemente obligará a una redistribución masiva de capital, ¿En beneficio de quién? ¿Viene un estado neo-keynesiano o un salto cualitativo en la doctrina del shock?

Las crisis sistémicas nos ponen en la tesitura de elegir entre grandes opciones civilizatorias. Nos tenemos que preguntar cómo vamos a salir de ésta, a escala global, y a escala de país. Y en función de nuestra opción de futuro, actuar hoy en consecuencia. En el ámbito de lo político, se nos plantean dos puertas de salida contrapuestas en tres cuestiones esenciales:

1. Nueva gobernanza. ¿Se abrirá una oportunidad para poner en marcha una verdadera gobernanza cooperativa en la que las instituciones representativas no monopolicen el debate público y la decisión política? La crisis viral ha llegado a Euskal Herria en un momento político crítico. Una verdadera tormenta perfecta: Gobierno vasco en funciones, Cámara de Gasteiz disuelta, elecciones en Iparralde con buenas perspectivas para los abertzales en un momento clave para la nueva institución, ensayo político alternativo de alcance y vocación de estabilidad en Nafarroa… Circunstancias más o menos previstas que se combinaron con una crisis medioambiental imprevisible –Zaldibar– que ha puesto en solfa el modelo de gestión gubernamental vigente durante los últimos cuarenta años. En el momento del estallido viral, se estaba anticipando un cambio de paradigma que puede ser reforzado tras esta crisis. De hecho, en algunos lugares se está mostrando ya la verdadera potencialidad de la colaboración entre las instituciones y la autogestión social. Parece que estamos redescubriendo el valor de lo común y lo público. O esto, o el gobierno tecnototalitario del que nos habla Bifo Berardi. Es decir, la reafirmación de la vieja gubernamentalidad jerárquica, que con los actuales medios tecnológicos y de control social pueden hacer que el infierno orwelliano nos parezca una fábula infantil. Las derivas autoritarias estaban también presentes antes de la aparición del virus, con lo que, en este caso, solo se trata de avanzar en la vía ya iniciada: aparente seguridad para algunos a cambio de absoluta pérdida de libertad y de seguridad para casi todos.

2. Conectividad reforzada. En el tiempo de internet, el confinamiento no acaba con la sociabilidad humana. Simeón el Estilita tendría hoy cobertura de wifi en su columna. A pesar de estar separados, seguimos en contacto y eso nos permite tejer redes de apoyo y cuidado comunitario. La vida en común continúa en la nube y, con las precauciones debidas, es posible su traslación al mundo físico. Los valores comunitarios preexistentes en nuestro país pueden favorecer esta vía indudablemente. Sin embargo, existe otra puerta de salida, más siniestra sin duda. Una crisis que combina aislamiento físico y conectividad telemática permite también la encapsulación según la lógica “Matrix”: la conexión universal a la producción sistémica combinada con una realidad virtual opiácea. La obsesión por mantener el ritmo de trabajo (y compra) «como si nada hubiera ocurrido» de la mano de las nuevas tecnologías es una deriva preocupante asumida de forma acrítica por los nerds de derechas y de izquierdas. Si la salida de esta crisis tiene que abrir paso al debate sobre el decrecimiento y no a un aumento exponencial de la productividad exigida por el capitalismo cognitivo, el mantenimiento de los ritmos y modo de trabajo de «la sociedad de rendimiento» no parece una opción muy razonable. Además, la gestión del virus por estos medios exacerba el control poblacional hasta límites antes nunca conocidos. En el «internet de las cosas», las «cosas» ya somos nosotros mismos, aunque el chip no esté todavía bajo la piel, y los grupos de whatsapp de estos días son verdaderas minas de oro para el big data de las empresas que gobiernan el mundo.

3. Soberanía (re)compuesta. Finalmente, no podemos olvidar que este virus, como el cambio climático, plantea un reto global. La vieja máxima «think global, act local», parece haberse transmutado en un «act national» en el que evidentemente los sujetos decisores no son «las naciones culturales» sino los viejos estados nacionales. En el confinamiento estamos cerrando la frontera de nuestras casas en perfecta sintonía con los cierres de frontera estatales. La palabra clave es «cierre», es decir, «encierro westfaliano». Pero si las personas no pueden moverse, los datos y las finanzas siguen fluyendo, pese al virus. En lo que nos concierne directamente, la concentración de poderes schimittiana tras la declaración del estado de alarma ha suspendido jurídicamente nuestro autogobierno, aunque de facto un gobierno español «comprensivo» mantiene cierto respeto benevolente. No quiero pensar qué hubiera sido esto con un gobierno del PP. Por tanto, una de las salidas posibles es la recomposición de las antiguas soberanías nacionales en una coyuntura en la que ninguna institución transnacional está a la altura de las circunstancias: no hay gobierno global ni siquiera multinacional capaz de atajar coordinadamente esta crisis y Europa solo interviene para sostener el sistema bancario, nada más. Cada Estado gestiona como le da la gana: en Irún no se puede hacer running, en Hendaia, sí. También en esta cuestión puede que la crisis no haga sino reforzar una tendencia ya existente. Sin embargo, cabe otra vía. La gestión local de las crisis globales no se refiere al ámbito municipal, precisamente, sino a una escala territorial-comunitaria que pueda funcionar eficazmente como escala de justicia y cuidado recíproco. Euskal Herria puede ser esa escala, pero para ello sus instituciones tienen que asumir sin titubeos que sus estructuras de Estado no están solo para gestionar la rutina del día a día. En las crisis se mide el temple de una nación y sus gobernantes. A la vuelta de la epidemia, o retornamos al viejo autogobierno regional o defenderemos realmente una soberanía compuesta, único modo de hacer frente a unos retos globales que no han hecho sino comenzar, desde el cambio de modelo energético a la agonía de Europa.

No hay mal que por bien no venga. No perdamos la oportunidad que nos ofrece esta crisis. La salida por la puerta buena está en nuestras manos. En manos de la ciudadanía, de los agentes sociales y de nuestras instituciones, pero necesitaremos una nueva lógica gubernamental y una acción colectiva que, en su momento, salte de los balcones a la calle. Terminamos con Arendt, cómo no: «Los profetas son siempre profetas de la calamidad, pues la catástrofe siempre puede predecirse. Lo milagroso es siempre la salvación y no la ruina, pues solo la salvación depende de la libertad de las personas y de su capacidad de transformar el mundo y su curso natural».

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